Reseña de El anhelo intelectual en el blog Me sé cosicas:
Expone Albert Boadella en el prólogo a esta gavilla de ensayos que «varios de los aspectos polémicos que exponen estas páginas a través del aprendizaje son consecuencia directa de mi generación» (p. 16), que no es otra que la que protagonizó el célebre mayo del 68 francés. De este pecado original surgieron ideas que hoy nos resultan familiares porque las seguimos sufriendo de forma cotidiana, como la impugnación del principio de autoridad o la devaluación de valores elementales como el mérito, el esfuerzo y el rigor. Al final del prólogo Boadella entona el mea culpa: «Mi generación abonó el terreno para la medianía promoviendo el desprestigio de la excelencia y la autoridad del conocimiento» (p. 21).
Alberto Royo (Zaragoza, 1973) es guitarrista clásico, musicólogo, profesor de Secundaria y autor de cinco obras esenciales que denuncian la deriva de la enseñanza en el marco de una degradación general del sistema de valores que la sustenta. Estas obras unas veces adoptan el formato de ensayos (La sociedad gaseosa, Contra la nueva educación, Contra el pedagogismo), otras el de un dietario trufado de reflexiones (Cuaderno de un profesor) y alguna se condensa bajo la forma de epigramas (Breviario antipedagogista). El anhelo intelectual (2024) se ajusta al primero de los formatos y se compone de quince partes, cada una de las cuales gravita en torno a una idea central, y dos epílogos desenfadados y llenos de mordacidad que el lector habitual de Royo reconoce como marcas de autor.
El eje discursivo que vertebra este ensayo se identifica en el título. Lamentablemente, la educación ha tomado una dirección completamente opuesta a la que la vio nacer con la Ilustración, esto es, la escuela como un refugio de cultura y depósito del saber destinados a procurar al alumno el blindaje necesario para hacer frente a la superficialidad, la ignorancia y la superchería. En su lugar, la escuela se está convirtiendo en un refugio de personas a las que hay que entretener con un placebo educativo y engañarlas con unas calificaciones que no se corresponden ni con su esfuerzo ni con su nivel de conocimientos. Desde 1990 se viene sustituyendo el conocimiento por un sucedáneo de base emocional que solo busca un bienestar ficticio del alumno (cuando desde siempre se sabe que el acceso al conocimiento es un rito iniciático esforzado, constante y a veces tortuoso). Frente a este cambiazo y al relativismo que vacía sistemáticamente de certezas las convicciones, Alberto Royo exige «que se prestigie el saber. Que se defienda el conocimiento. Que se ampare el derecho de los alumnos a ser instruidos y no sólo a permanecer escolarizados» (pp. 40-41). «Necesitamos un Día del Orgullo Intelectual», concluye allí mismo el autor.
Posiblemente muchas personas conciban este anhelo intelectual de la educación como un prurito cercano al esnobismo cultural. Hace muy bien Alberto Royo en vincular el conocimiento con el carácter reparador y nivelador de la educación. Una escuela que deje desasistidos a los alumnos del conocimiento no compensará nunca las desigualdades de partida y limitará considerablemente el ascensor social. Por su parte, el alumno deberá aportar el esfuerzo para aprovechar las oportunidades que la educación le brinda porque, como sentencia el autor, «el esfuerzo es el elemento igualador por excelencia» (p. 35). Unas páginas más adelante (p. 93) el autor se pregunta cuál fue el momento en el que la izquierda comenzó a sentirse incómoda con palabras como esfuerzo, exigencia o responsabilidad personal, como si esas tres cualidades fueran patrimonio exclusivo de los ricos.
La madre del cordero de este vaciamiento intelectual de la educación se encuentra en el pedagogismo, concepto entendido como «deformación homeopática, emotivista y antiintelectualista de lo que no debió dejar de ser la didáctica» (pp. 84-85). Y lo que en otras profesiones se consideraría una aberración contra el sentido común, en el ámbito educativo se ha naturalizado. Los adalides y guruses de este engendro pedagógico, que no han dado nunca docencia directa o son meros desertores de la tiza, son los que toman las decisiones educativas y prescriben a los docentes que están a pie de obra cómo deben enseñar.
En realidad, la educación es bastante más sencilla de lo que los pedagogos muestran con sus diagramas de flujo y su terminología abstrusa: no se puede enseñar a enseñar, se enseña algo, y solo el que sabe está en condiciones de enseñar. Y cuanto más sabe un profesor de su materia, tantas más estrategias será capaz de generar para lograr su propósito de enseñar. Por esta razón, es indispensable que la formación del profesorado esté basada en especialidades y cada especialidad lleve aparejada su propia didáctica (el pedagogismo aboga por la supresión de las especialidades y la unificación del profesorado en un cuerpo único docente). Llegará algún día en el que se elabore una Ley de Memoria Pedagogista (p. 83) en donde la pedagogía reconocerá todas sus equivocaciones y pedirá perdón a las generaciones de alumnos por sus desatinos.
En el capítulo 13 Alberto Royo se muestra optimista ante la posibilidad de revertir este movimiento antiintelectualista que desde que se aprobara la Logse en 1990 se ha desenvuelto sin apenas resistencia. El factor decisivo de este cambio han sido las redes sociales que sirven para vehicular el malestar del profesorado por el desastre que se vive en las aulas y el eco mediático que algunos medios —no todos, otros son apologetas de los jetas— prestan a este vaciamiento del conocimiento. Yo no soy tan optimista. Creo que hay demasiados intereses en convertir al alumno en un paria del conocimiento y recluirlo en una permanente minoría de edad a la hora de elaborar pensamientos críticos. Creo también que, a pesar de internet y las inteligencias artificiales, el verdadero conocimiento va ir recluyéndose paulatinamente en círculos pequeños como en la Antigüedad o la Edad Media.
Quien, como el que escribe estas líneas, ha visto desfilar un sinfín de modas educativas desde finales de los años ochenta está vacunado ante todas las veleidades pedagógicas y legislativas que salen del magín de los pedagogos a la violeta. Desde hace muchos cursos la única manera de sobrevivir a este espanto educativo ha sido la que describe Alberto Royo: «Mientras tanto, en el día a día, muchos profesores hacemos oídos sordos a lo que se dice por ahí. Cerramos la puerta de nuestra clase y nos entregamos a la transmisión de conocimientos» (p. 40). Esta es la actitud correcta. Y en esa actitud, como se dice en Aragón, no hay que reblar.
Alberto Royo, El anhelo intelectual. Una compilación de textos educativos y reivindicativos, prólogo de Albert Boadella, La Rioja, Letras Inquietas, 2024, 161 páginas.