miércoles, 20 de agosto de 2014

Malos tiempos para la lírica.



No quiero engañar a nadie. Mi vocación no es la de profesor, sino la de músico. No hay actividad con la que disfrute más que la interpretación de una obra musical en un escenario. Seguro que eso, para muchos fanáticos de la vocación, sería motivo de inmediata excomunión pedagógica. No solo la acepto gustoso, sino que me adelanto y apostato pues, como la mayoría de las personas que conozco, docentes o no, que han accedido a la función pública, decidí opositar a la enseñanza para conseguir una estabilidad económica y laboral, pese a lo cual siempre he intentado desarrollar mi labor de la mejor manera y con el máximo compromiso. También debo reconocer que pronto descubrí que el ejercicio de este oficio amparaba mis aspiraciones de ser útil a la sociedad de la que formo parte y que he podido disfrutar de situaciones enriquecedoras a nivel personal. He conocido y conozco a grandes profesionales (también a malos) de los que he aprendido mucho, como he tenido buenos y malos alumnos. Ni todos los buenos profesionales eran vocacionales ni todos los buenos alumnos pensaban solo en estudiar. Lo he dicho en otras ocasiones y lo repito: a un docente se le debe exigir profesionalidad, no vocación. Si tiene la suerte de poseer ambas, tanto mejor para él. Pero luego, como en todo, vienen los matices. Un profesor puede no haber soñado desde niño con serlo y encontrar en la docencia una actividad con la que se identifica. Otro puede haber querido dedicarse desde siempre a la enseñanza y darse cuenta de que no es lo suyo. Recuerdo haber afirmado, años atrás, que mi compromiso con los alumnos tenía que ver con la intención de emprender (nada que ver con el emprendimiento con que hoy nos atosigan) una especie de "cruzada cultural", aportando mi granito de arena al conocimiento del amplio legado musical de que disponemos y que los chavales más jóvenes (y, por desgracia, muchos adultos) desprecian, muchas veces por puro desconocimiento. Pero hay algo más, aparte de esa necesidad de defender una disciplina tan apasionante para mí, que refuerza el convencimiento de que hice bien guiando mi trayectoria profesional por estos derroteros: la certeza de que la música, como el arte, como la literatura, como la filosofía, como tantas otras materias, son imprescindibles para la formación de las personas, para la formación de buenas personas, no en un sentido roussoniano sino en el sentido de la búsqueda de la virtud, de la manera en que el maestro puede contribuir al crecimiento de su discípulo a través del conocimiento.

No es nada sencillo mantener estas certezas. Cuando uno se detiene a reflexionar sobre los tiempos que nos está tocando vivir, no puede evitar vacilar y pensar que puede ser cierto eso que antes se decía tan a menudo de que la escuela es reflejo de la sociedad. Y lo que la sociedad demanda hoy no tiene que ver con el disfrute de un concierto, una exposición o una obra de teatro. Y no es la sociedad la que así lo ha decidido. O no lo parece. Son los poderosos los que marcan, ahora y siempre, las directrices, los que deciden qué quiere la sociedad y qué no. Y así, asesorados patrocinados por pseudoexpertos y filántropos como (Don) Emilio Botín, se están trasplantando las obsesiones posmodernas a la educación: el plurilingüismo (una auténtica estafa social, un timo en todo regla), la robótica ("la robótica educativa ayuda a los alumnos a razonar; eso vale para Informática y para Filosofía", leía perplejo hace unos días), la educación emocional (la ingeniería social del PSOE pasada por el tamiz neoliberal en un totum revolutum inenarrable), la educación financiera (si "los que saben" -ya saben, la OCDE y tal- dicen que esto es lo que importa, no hay más que hablar), la programación de software ("aprenda a programar sin saber escribir"). Disparate tras disparate. Si uno no creyera en la función social de la educación pública, seguramente optaría por dedicarse a otra cosa. Sin embargo, todavía no he caído en el ateísmo (en el agnosticismo, a veces, sí) y la relevancia de nuestra profesión nos obliga a todos los que seguimos creyendo que esto no es como debería ser a denunciar, rechazar y confrontar todos estos despropósitos que auguran un futuro nada halagüeño para nuestro oficio y, sobre todo, para nuestros alumnos.
 
"Seguro que algún día, cansado y aburrido,
encontrarás a alguien de buen parecer,
trabajo de banquero bien retribuido
y tu madre con anteojos volverá a tejer".
(Malos tiempos para la lírica. Golpes Bajos. 1983).

miércoles, 6 de agosto de 2014

El profesor devaluado.



Si hay un lugar común en el manual de devaluación del oficio de profesor, oficio antaño respetado, incluso prestigiado, ese es el de su supuestamente incompleta formación, reproche que suele ir asociado a otro: el tópico del (mal) funcionario que se duerme en los laureles una vez ganada la oposición y asegurado su puesto de trabajo (o como se llame lo que tenemos hoy día los docentes).

En una sociedad como la nuestra, tan propensa a etiquetarlo todo, no es fácil combatir este tipo de prejuicios. Lo único que podemos hacer es desarrollar nuestro trabajo con la mayor profesionalidad que podamos y lo mejor que nos dejen, insistir en rebatir todas las falacias educativas que se vierten constantemente y tener muy claro que pocos de los que critican la figura del funcionario, primero, tienen clara la diferencia entre quien lo es por oposición y quien ha sido designado por vía dactilar (a todos se los denomina “funcionarios” pero no todos lo son -otro desliz interesado y muy útil a la hora de hablar del “sueldo medio del funcionario” incluyendo en el cálculo a los altos cargos de libre designación y alta remuneración-) y, segundo, conocen que la razón de ser de un funcionario no es proporcionarle una vida plácida y sin complicaciones sino asegurar su total independencia del poder, al impedir que un cambio de gobierno pueda modificar su situación laboral (en el caso de los profesores, como cualquiera que gobierna nos baja el sueldo y nos denigra, la independencia es prácticamente inevitable).

Pero volvamos al asunto central de este artículo, el arma arrojadiza que todo experto educativo y/o psicopedabobo guarda como recurso implacable para destruir los argumentos de cualquier profesor que ose defender la profesión: la formación. No en pocas ocasiones se ha acusado al docente de Secundaria de ser un personaje resentido, que está en la enseñanza "solo por la pasta", que no tiene el más mínimo interés en que sus alumnos aprendan y que se resiste a eso que han dado en llamar “formación continua” o “permanente”, que todas las leyes educativas desde la LOGSE han considerado imprescindible y que las diferentes administraciones intentan, dicen, potenciar por medio de cursos que forman parte del Plan Anual de Formación del Profesorado. Esta formación permanente debería entenderse (así lo entendería yo) como una manera de garantizar el perfeccionamiento profesional del profesor en su tarea docente. Pero no parece que la oferta se ajuste a esta tesis sino más bien a un intento indisimulado de devaluar cada vez más la imagen del profesor de instituto, al que se pretende transformar en otra cosa: un asistente social, un terapeuta, un coach o quién sabe en qué demonios (los caminos de la clase política son inescrutables). Vean los cursos que ya ha convocado el Departamento de Educación del Gobierno de Navarra para el próximo curso: “Acoso escolar. Prevención y educación”; “Trabajar la convivencia, cómo y para qué”; “La disrupción escolar”; “Competencia emocional en el contexto educativo”; “Mediación en el centro educativo”; “Intervención en casos de disrupción”; “Habilidades sociales y de comunicación en la resolución de conflictos”; “Convivencia y resolución de conflictos”; “Educación emocional y de la afectividad en las relaciones entre iguales”; “Acompañamiento en la implantación de los programas de convivencia”. Ya me dirán si un profesor de música como yo puede sentirse atraído ante semejante cartelera. No niego que a un profesor le pueda interesar informarse sobre el acoso escolar o la convivencia ni que sea importante conocer qué tipo de situaciones pueden darse y cómo afrontarlas, pero ¿nadie se ha parado a pensar que también, y digo solo también, sin excluir el hipotético interés en asuntos tan apasionantes como la “educación emocional y la afectividad en las relaciones entre iguales”, pudiera ser apropiado ofertar cursos que tuvieran alguna relación con la disciplina del docente? Pues no, nadie se ha detenido a pensar en ello porque la Administración tiene muy claro su objetivo: rebajar, al mismo tiempo que el nivel medio del alumno, el nivel medio del profesor, convertirlo en un profesional mediocre que sepa cada vez menos de su especialidad, para poder contar, sospecho, con un amplio colectivo de trabajadores poco preparados y tan dóciles como los alumnos cuando alcancen la edad adulta sumidos en la ignorancia, dóciles, los profesores, porque, despojados de lo que debe ennoblecer a un docente, su preparación, su erudición, su capacidad, su conocimiento, sus méritos (luego volveremos sobre esto), lo único que les puede posibilitar la promoción profesional es acercarse al poder para acceder a determinados puestos para los que no se les va a exigir más mérito que el de haberse sabido aproximar a quien tiene autoridad para concederlos.

¿Cómo se legitima toda esta farsa? Mediante dos mecanismos: los ya mencionados planes de formación, que desdeñan las especialidades, el rigor, la seriedad y todo aspecto disciplinar, y los baremos de méritos, que hacen lo propio valorando como mérito lo que sin duda lo es, pero en un aspecto dudosamente académico: en efecto, tiene mucho mérito ser capaz de inscribirse, soportar y terminar algunos de los cursos organizados por las administraciones educativas.

En definitiva, uno de los problemas más graves de nuestra profesión, que en gran parte justifica la escasa consideración social que hoy se tiene del profesor, es la labor callada de la Administración (y no siempre callada -recordemos los ataques furibundos de la Secretaria de Estado de Educación, la primatóloga Monserrat Gomendio-) en esta estrategia de descrédito permanente y progresivo cuya punta de lanza es el desprecio a la verdadera formación continua del profesor, a través de una ridícula valoración de sus méritos académicos (segundas licenciaturas, doctorados, impartición de cursos, publicaciones…) en unos baremos hechos a la medida de otro tipo de perfil cuyas características ya han quedado expuestos más arriba. Así, sin prisa pero sin pausa, esta táctica del fomento de la mediocridad, de la que debemos responsabilizar a nuestros dirigentes educativos, va minando la motivación del profesor comprometido tanto como el igualitarismo a la baja la del alumno aplicado y desemboca en un ambiente de conformismo que resulta letal para el ejercicio de una profesión cuya dignidad debe ser reivindicada por quienes la ejercemos en unas circunstancias que de ninguna manera se corresponden con su envergadura y trascendencia social.