martes, 14 de enero de 2020

La educación y el reloj de cuco. Tribuna en "Magisterio"


Esta semana, Magisterio me publica la siguiente tribuna:


“En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, terror, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!”
Harry Lime (Orson Welles) en El tercer hombre.

Esta magnífica frase de la obra maestra que es “El tercer hombre” me viene de perillas para hablar de educación. Primero, porque la atribución del reloj de cuco a los suizos es falsa, y pocos ámbitos hay más propensos al fake (digamos mejor “paparrucha” -¡qué bien la utilizó Galdós!-) que el ámbito educativo. Segundo, porque se ha instalado en el imaginario pedagogista la idea de que el bienestar, la comodidad o la diversión son factores determinantes para el aprendizaje, enfoque que pretendo refutar mediante este artículo.

En mi opinión, existen planteamientos muy celebrados que han sido letales para la enseñanza. Son muy similares en el fondo, aunque cada uno tenga sus matices. Uno de ellos es aquel que defiende que el alumno es el centro del aprendizaje. Para mí, el alumno es el beneficiario. El centro, el eje, el núcleo debería ser siempre el conocimiento. Situar al alumno en este lugar supone otorgarle un excesivo protagonismo en un proceso, el de su formación, en el que el más inexperto es él. El estudiante no puede (ni debe) liderar su aprendizaje; al contrario, ha de permitir que lo lideren sus maestros, confiando en la capacidad, experiencia e implicación de estos para poder hacerlo. Pensar que un adolescente va a ser capaz de descubrir por sí mismo lo que a la humanidad le ha costado miles de años es un disparate, a no ser que pensemos (y desgraciadamente hay quienes lo piensan) que lo que antes era valioso, ha dejado de serlo. O peor aún: que importa más lo que es “útil” que lo que es valioso.

Otro planteamiento errado es el que sostiene la necesidad de adaptar nuestro trabajo a los “gustos e intereses” del alumno. Esta premisa es muy peligrosa porque parece sugerir al estudiante que el mundo se adaptará a él, cuando lo sensato es pensar que quizás tenga que ser al revés y ser él el que deba ajustarse a las situaciones que pueda encontrarse (para lo que ha de disponer de las herramientas adecuadas), no para plegarse a esas circunstancias sino para enfrentarlas, superarlas o rebelarse contra ellas cuando sean desfavorables, arduas o injustas. Imaginen ustedes que decido adaptarme a los gustos e intereses de mis alumnos. Tendría que olvidarme de enseñarles a leer y escribir música, que es algo que suele costarles y no a todos entusiasma. Y, claro, en lugar de tocar o escuchar a los clásicos, haríamos trap y analizaríamos canciones de reggaeton. Les aseguro que llegaría cada día a mi casa mucho más descansado de lo que llego ahora (o puede que no, que me conozco), pero también con la mala conciencia de haber hurtado a muchos de mis estudiantes la posibilidad de conocer a Bach, a Shostakovich, a los Beatles, a Camarón de la Isla o a Pat Metheny. Porque para muchos de ellos, puede que mis clases sean la única oportunidad de aprender a disfrutar de estas maravillosas músicas, de desarrollar el gusto estético, la sensibilidad o la creatividad, de refinarse, que es algo tan laborioso como emocionante. Nuestra labor como profesores no es cerrar sus puertas y dejar dentro lo que ya les gusta sino abrir sus mentes y sus intereses a nuevos mundos desconocidos para ellos (comenzando por el lenguaje, pues recurrir en exceso a lo coloquial perjudica a los alumnos que tienen en casa un menor nivel cultural, igual que la falta de esfuerzo perjudica siempre al alumno menos capaz).

Hablemos ahora de comodidad. Siempre me ha llamado la atención la obsesión de los gurús patrios y foráneos por el bienestar y la felicidad de los alumnos. No termino de ver cómo podríamos, por más que quisiéramos, garantizar la felicidad de nuestros estudiantes. ¿Acaso es poco ambicioso aspirar a colaborar en su formación, contagiarles el gusto por aprender, inculcarles hábitos, desarrollar su sensibilidad o forjar su carácter? ¿Por qué ha de ser incompatible la felicidad con todo ello? Pero quiero detenerme en el bienestar. Está uno acostumbrado a que se le tache de sádico cuando habla de disciplina o de frío e indiferente cuando defiende el conocimiento por encima de la emoción, aunque quien esto escribe tenga el absoluto convencimiento de que lo verdaderamente emocionante reside en el conocimiento (no rechazo, por lo tanto, la emoción; simplemente la contextualizo para distinguirla de la sensiblería o el “emotivismo”, que son bien diferentes). No hay motivos para pensar que alguien que se dedica al noble arte de enseñar no quiere lo mejor para sus discípulos. Pero todos sabemos que el infierno está empedrado de buenas intenciones y que las buenas intenciones no aseguran los buenos resultados (y menos en la educación, que tiene mucho más de artesanía que de ciencia). Así que hemos de intentar que los hechos respalden nuestros propósitos. Preguntémonos entonces: ¿En qué circunstancias un alumno aprende mejor? ¿Cuál es el ambiente más propicio? Hay quien se muestra partidario de tirar paredes, colocar cojines de colores y crear un ambiente chill out en el aula. Bueno, pues “es un estilo de vida alternativo” (como diría Woody Allen refiriéndose a los asesinos en serie en “Misterioso asesinato en Manhattan”), pero no parece que sea lo más razonable. Para dirimir esta cuestión, antes tendríamos que asegurarnos de que estamos de acuerdo en que el objetivo de la escuela es proporcionar conocimientos. Si esto es así, y debería serlo para todos, no es posible que nadie sepa argumentar por qué los cojines de colores o la lectura en pufs favorecen el aprendizaje, puesto que para aprender se necesita concentración, silencio, atención y actitud. Un ambiente excesivamente relajado perjudica la atención y la concentración. Cuando vamos a una sala de cine, la oscuridad nos induce a centrar la mirada en la pantalla. Obviamente, nos gusta que la butaca sea confortable, pero no se nos ocurriría sustituirla por una cama y añadir una almohada, porque en ese caso, probablemente, terminaríamos durmiéndonos. Sabemos que Wagner diseñó la sala de Bayreuth con el fin de conseguir que el público se concentrara en el escenario. Por eso, las butacas y los reposabrazos eran rígidos. Y por eso introdujo la costumbre de apagar las luces durante la representación. Esto no significa que Richard Wagner quisiera hacer sufrir a los asistentes a sus óperas. Al contrario, quería que las disfrutaran al máximo. Y en clase sucede lo mismo: un exceso de confort puede ir en detrimento de la disposición interior que se requiere para aprender. 

¿Y la diversión? ¿Hay que supeditar nuestro trabajo a que a nuestros alumnos les resulte “divertido” lo que les enseñamos? Recientemente, un periódico nacional se hacía eco de la noticia de un profesor universitario del Reino Unido que grababa vídeos “didácticos” quitándose prendas hasta quedarse en calzoncillos. ¿¿Es esta la última moda en educación?? Tres hurras por la Innovación, entonces. Aprender puede ser divertido, sin duda. Pero no siempre lo es. Para llegar a disfrutar de aprender, hace falta tiempo, madurez y constancia. Si para conseguir que nuestros alumnos aprendan hemos de quedarnos en calzoncillos, es que tenemos muy poco respeto a nuestros alumnos, a nuestra materia y a la profesión. Y aclaro que un buen profesor tiene que hacer lo posible por presentar los contenidos de su materia de la forma más atractiva posible y sentir pasión por aquello que enseña. Pero, antes que nada, tiene que estar convencido de que lo que enseña ES atractivo (y dominarlo en profundidad) y que tarde o temprano sus estudiantes lo sabrán apreciar. Diferenciemos, pues, lo fundamental de lo accesorio (lo “necesario” de lo “contingente”, por recordar a José Luis Cuerda) o estaremos perdidos.

Volviendo a Orson Welles, es obvio que las guerras y los asesinatos no son hechos que por sí mismos provoquen el surgimiento de las mentes más brillantes, pero sí es verdad que el estímulo para aprender es el hecho de no saber, que uno bebe cuando tiene sed y no come si ya está saciado, que para progresar debemos sentir la necesidad de hacerlo. Seamos serios. Y no engañemos a nadie. Para aprender a leer, hay que sentarse bien, abstraerse del entorno y tener interés. Cuando sabemos leer con fluidez y tenemos un buen nivel de vocabulario, entonces sí podemos coger un libro y sumergirnos en él adoptando la postura más inversosímil, con la tele puesta o con los niños corriendo por el salón. Pero hasta entonces, el ambiente ha de ser el apropiado. Seamos también ambiciosos y pensemos en Miguel Ángel o en Leonardo antes que en el reloj de cuco. Y exijamos a nuestros alumnos. Así entenderán que es el esfuerzo reflexionado y bien enfocado (la “práctica intencional” de la que hablaba el psicólogo sueco Anders Ericsson) el verdaderamente eficaz, se contagiarán del afán de saber más y,  con el tiempo, esperemos, se convertirán en personas cultas y formadas, capaces de entender mejor a los demás y, por supuesto, a sí mismos.

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