Imagina que llegas a casa después de ocho horas de trabajo duro sabiendo que mañana te espera lo mismo; imagina que no tienes remuneración alguna por ello; imagina que no tienes un jefe que encarna la autoridad, sino media docena de ellos; imagina que hay 30 minutos para el bocadillo y que en el tiempo de trabajo no se puede hablar ni ir al baño sin permiso; imagina que tu empresa te evalúa cada pocos meses; imagina que al llegar a casa no tienes tiempo para el ocio, que nada más entrar por la puerta de casa también te dicen que te pongas a trabajar; imagina que observas cómo hay familiares tuyos que entran por la puerta y no pegan ni palo, que todos descansan de su trabajo en la oficina menos tú; imagina todo lo anterior y que -al cerrar la puerta del hogar- tienes que enfrentarte a tres o cuatro horas más de trabajo. No porque tengas tareas atrasadas. Sino para perfeccionar. Cada día. Cada año. A solas en la habitación. Bajo un flexo. Que cae la noche y allí sigues. Imagina.
Son palabras de Pedro Simón (no transcribo todas, por prescripción facultativa) pertenecientes a una columna publicada en El Mundo el 6 de mayo y titulada “Enterrados en deberes” (puede leerse aquí).
Hacía tiempo que no leía algo tan sensacionalista, amarillista y, lo que es peor, perjudicial para la labor que los profesores afrontamos día tras día. Imaginar, lo que se dice imaginar, yo imagino que el autor del artículo tiene poca idea de lo difícil que es, hoy más que nunca, tratar de convencer a un adolescente de lo valioso que es formarse, refinarse, adquirir sentido crítico, desarrollar la sensibilidad, aprender a ser creativo y singular, pero también solidario y empático. Nada de esto se consigue sin interiorizar que lo que uno pueda llegar a ser depende de muchos factores, pero los más determinantes siguen siendo el esfuerzo, el tesón y la voluntad.
La enseñanza se ha convertido en asunto mediático. Muchos lo demandaban. Algunos escépticos advertíamos del riesgo. Ya no hay vuelta atrás. Nuestro oficio se ha convertido en objeto de deseo de tertulianos insustanciales (valga la redundancia) y opinadores histéricos. Ha conseguido ser tan popular como desconocido. Porque pocos de los que conocen la profesión por dentro, con sus luces y sus sombras, con sus pequeñas grandes satisfacciones y sus amargos sinsabores, se atreven ya a hablar. Y, sin embargo, somos nosotros, los que de verdad sabemos del tema (los “expertos educativos” strictu sensu), y no los que son llamados a las reuniones en el Ministerio, copan los congresos pedagógicos, dirigen las facultades de Educación, ganan concursos al mejor profe o se hacen virales por protagonizar el penúltimo nuevo saludo personalizado y tontaina a sus alumnos), los que todavía mantenemos la esperanza y la prudencia a la hora de hablar del noble arte de educar. Porque amamos la enseñanza y nos preocupamos de dar lo mejor de nosotros mismos de lunes a viernes (y los fines de semana y los puentes y festivos) para transmitir lo que sabemos, contagiar curiosidad e inocular en nuestros pupilos el virus del amor por el conocimiento y el gusto por el trabajo bien hecho.
No es prudente ni sensato hablar del alumno adolescente como del nuevo oprimido posmoderno. En nada beneficia difundir esa imagen grotesca del estudiante explotado, silenciado y con cistitis crónica y hambruna tercermundista, la del muchacho rodeado de familiares holgazanes que se regodean con inquina ante su desgracia por tener que acometer tareas tan injustas y arbitrarias, la del flexo ignominioso propio del más cruel interrogatorio…
No pedimos que nos ayuden. Somos profesionales de esto y sabemos bien que enseñar no es fácil. Pero no entorpezcan, por favor. Bastante engorroso esintentar contrarrestar lo que tenemos ahí fuera como para que nos vengan los preocupadísimosporlaeducación a anunciar el Apocalipsis y lanzar mensajes de auxilio. Los profesores no conspiramos para buscar la desgracia de nadie. Los profesores nos empeñamos en proporcionar a nuestros alumnos las herramientas que les permitan aspirar a un buen futuro. “A ver cuándo leemos un estudio que mida la felicidad de los que directamente no tienen deberes y pueden hacer una batalla naval en el salón”, se lamentaba el Sr Simón. Campal, Sr Simón, mejor que sea campal la batalla. Pero que sea en su salón. Relacionar, por cierto, la felicidad con la ausencia de deberes es una estrategia nefasta. Y fraudulenta. La auténtica felicidad, si es que existe, si es que podemos garantizarla, cosa que dudo (y desconfíen de quien sostenga lo contrario), no puede basarse en eludir las responsabilidades sino en asumirlas. Porque enfrentar una dificultad es un reto hermoso que nos aporta crecimiento personal, nos pone a prueba y nos hace mejorar. Ese es el motivo por el que los deberes (obviamente, razonables y bien planteados) son provechosos, especialmente para el alumno desfavorecido, para el carente de hábitos de trabajo, para el que no podrá encontrar en casa lo que no le ofrezcamos en la escuela. Si alguien quiere eliminar este derecho, que lo diga sin ambages, pero que no pretenda convencer a los demás de que la suya es una postura comprensiva, sensata o generosa. Porque no lo es. Es populista, temeraria, egoísta y poco solidaria, pues dejará a muchos alumnos abandonados a su suerte. Por fin, vincular las tareas escolares con una especie de “muerte en vida” o relacionar la “felicidad” con la consecución del Premio Nacional de Física (así lo hacía el autor del artículo al que respetuosamente replico), como si uno aprendiera por “ósmosis de gozo” (agradezco a J.M.A. la “feliz” denominación), es sencillamente surrealista. Cuando Arrabal avisaba de la llegada del Milenarismo, tenía mucha gracia. Esto, con sinceridad, tiene bastante poca.
Impecables las consideraciones al artículo (si se puede llamar así) de Pedro Simón. Gracias, Alberto.
ResponderEliminarMuchas gracias, Luis.
EliminarQuerido amigo:
ResponderEliminarDesoyendo tu consejo, he leído el artículo del señor Simón y he desentrañado su hilo argumental: como Javier Tamayo repitió de pequeño un curso, hubo una vez un profesor que se equivocó lastimosamente con él y, después de todo eso, alcanzó el premio Nacional de Física, hay que suprimir los deberes. Es como aquello que decía: "el día que yo nací / nacieron todas las flores,/ por eso los albañiles/ llevan alpargatas blancas." La cruzada contra los deberes es vieja y en 2015 la propulsaron doña Eva Bailén (a quien me parece que el señor Simón ha pirateado brutalmente los argumentos) y la CEAPA. Ese símil del niño escolar y el adulto currante lo manejó ella y es de una debilidad brutal, así estamos. Tú ya sabes que yo opino lo que tú: los deberes son imprescindibles, aunque el profesor debe administrarlos con tiento y sabiduría. Dicho esto, veo algunas contradicciones:
-Yo estaría encantado de calificar solo por los exámenes, pero, paradójicamente, son los padres más logsianos (esos que se quejan de los deberes) los que, cuando les conviene, me piden que los tenga en cuenta a la hora de pone las notas.
-Es verdad que hoy aparecen episodios de sobrecarga de deberes absurdos, ¿sabes dónde? En las metodologías por trabajos, proyectos y demás, es decir, nuevamente, las de los defensores de no exigir demasiado a los niños.
-Y la última: después de siglos de niños conviviendo con los deberes, ¿hemos tenido que llegar a 2015 y años posteriores para ver que son un horror?
Hay aquí demasiada incongruencia. Un abrazo.
En efecto, Pablo. Y muy probablemente quienes defendemos los deberes somos quienes menos tareas mandamos. Yo, por ejemplo, no mando casi nunca. Un abrazo.
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