Que uno sea plenamente
consciente de sus propias contradicciones le hace sentir, de alguna manera, sereno.
Y, al mismo tiempo, le permite coincidir y discrepar con honestidad (o
eso cree, al menos), independientemente de con quién se coincida o se discrepe, así como posicionarse sin la obligatoriedad
de mantener una postura contra viento y marea y sin posibilidad de evolución,
matización o modificación.
Reflexionaba
sobre este asunto hace unos días, mientras buscaba en el teletexto el resultado
de mi equipo, el Real Zaragoza (si es que podemos llamar equipo a un grupo de
muchachos que se parecen, por ejemplo, a los del Barcelona, en que visten también
de corto y pegan patadas a un balón -más generoso aún sería llamarles, como a
estos, futbolistas-). Buscaba el resultado con cierta (vale, con bastante) ansiedad,
dada la crítica situación del equipo (penúltimo en la clasificación y al borde del
descenso) a la vez que experimentaba la convicción de que era preferible que el
equipo bajara a segunda división (así, me decía a mí mismo, el constructor dueño
del tinglado, que tiene al club lleno de deudas y bajo la espesa sombra de la
corrupción, lo venderá y se marchará camino
Soria, como cantaba Gabinete Caligari) y de que no era razonable tal sufrimiento
(si se han endeudado tanto, pensaba, que quiebren y punto, no sea que al final haya
que acudir al rescate por obligación como con los bancos. Y eso sí que no).
Confinado en
estas hondas e intensísimas cavilaciones, pero también avergonzado por perder el
tiempo con estos asuntos y reconociéndome pendiente de un vulgar resultado de fútbol,
recordé, por simple conexión futbolística, un excelente artículo de Félix de Azúa
que había leído no hacía mucho. Se titulaba “Sobre lo insoportable” y en el
mismo encontré una nueva muestra de equidistancia, tan ansiada por mí y sobre
la que llevo tiempo escribiendo y pensando o, mejor dicho, pensando y escribiendo.
Equidistancia, unas veces buscada y otras obligada por las circunstancias, que concede
un cierto sosiego a quien, abrumado por la realidad, tiene la tentación de desviarse
hacia lo pesimista o incluso hacia lo apocalíptico.
Hablaba Azúa
sobre la izquierda lobotomizada y la derecha
que solo vive para conservar los
privilegios de los cientos de miles de parásitos que impiden cualquier acción
eficaz de la
Administración ; sobre la dificultad de elegir entre Verstrynge y el alcalde de
Marinaleda, que no es, decía, tarea fácil ni siquiera para la prensa
deportiva; y sobre lo significativo del regalo que Mariano Rajoy entregó al
Papa Francisco: una camiseta de “la roja” (he aquí la conexión futbolística que me hizo rememorar el texto) que el Papa, según Azúa, habría mirado
con perplejidad, como si fuera un
ornitorrinco. El regalo del Presidente es un claro ejemplo de lo que entiende como relevante nuestro gallego mendaz (no en vano, es un ávido lector...del Marca). El fútbol como cortina de humo. El pan y circo romanos. El ornitorrinco de Azúa como metáfora de la actual gestión política.
Por un momento me
sentí como purificado, una vez hube sustituido las meditaciones futboleras por
las elucubraciones políticas. Pero poco duró. Enseguida me di cuenta de que las
segundas eran tan cutres o más que las primeras y que, en realidad, quizás
valiera más la pena seguir mirando el teletexto. Otra lección de equidistancia:
fútbol y política. Tan lejos y tan cerca, que diría Wenders.