Esta semana, Magisterio me publica la siguiente tribuna:
“En
Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras,
terror, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el
Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años
de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de
cuco!”
Harry
Lime (Orson Welles) en El
tercer hombre.
Esta
magnífica frase de la obra maestra que es “El tercer hombre” me
viene de perillas para hablar de educación. Primero, porque la
atribución del reloj de cuco a los suizos es falsa, y pocos ámbitos
hay más propensos al fake (digamos
mejor “paparrucha” -¡qué bien la utilizó Galdós!-) que
el ámbito educativo. Segundo, porque se ha instalado en el
imaginario pedagogista la idea de que el bienestar, la comodidad o la
diversión son factores determinantes para el aprendizaje, enfoque
que pretendo refutar mediante este artículo.
En
mi opinión, existen planteamientos muy celebrados que han sido
letales para la enseñanza. Son muy similares en el fondo, aunque
cada uno tenga sus matices. Uno de ellos es aquel que defiende que el
alumno es el centro del aprendizaje. Para mí, el alumno es el
beneficiario. El centro, el eje, el núcleo debería ser siempre el
conocimiento. Situar al alumno en este lugar supone otorgarle un
excesivo protagonismo en un proceso, el de su formación, en el que
el más inexperto es él. El estudiante no puede (ni debe) liderar su
aprendizaje; al contrario, ha de permitir que lo lideren sus
maestros, confiando en la capacidad, experiencia e implicación de
estos para poder hacerlo. Pensar que un adolescente va a ser capaz de
descubrir por sí mismo lo que a la humanidad le ha costado miles de
años es un disparate, a no ser que pensemos (y desgraciadamente hay
quienes lo piensan) que lo que antes era valioso, ha dejado de serlo.
O peor aún: que importa más lo que es “útil” que lo que es
valioso.
Otro
planteamiento errado es el que sostiene la necesidad de adaptar
nuestro trabajo a los “gustos e intereses” del alumno. Esta
premisa es muy peligrosa porque parece sugerir al estudiante que el
mundo se adaptará a él, cuando lo sensato es pensar que quizás
tenga que ser al revés y ser él el que deba ajustarse a las
situaciones que pueda encontrarse (para lo que ha de disponer de las
herramientas adecuadas), no para plegarse a esas circunstancias sino
para enfrentarlas, superarlas o rebelarse contra ellas cuando sean
desfavorables, arduas o injustas. Imaginen ustedes que decido
adaptarme a los gustos e intereses de mis alumnos. Tendría que
olvidarme de enseñarles a leer y escribir música, que es algo que
suele costarles y no a todos entusiasma. Y, claro, en lugar de tocar
o escuchar a los clásicos, haríamos trap y analizaríamos canciones
de reggaeton. Les aseguro que llegaría cada día a mi casa mucho más
descansado de lo que llego ahora (o puede que no, que me conozco),
pero también con la mala conciencia de haber hurtado a muchos de mis
estudiantes la posibilidad de conocer a Bach, a Shostakovich, a los
Beatles, a Camarón de la Isla o a Pat Metheny. Porque
para muchos de ellos, puede que mis clases sean la única oportunidad
de aprender a disfrutar de estas maravillosas músicas, de
desarrollar el gusto estético, la sensibilidad o la creatividad, de
refinarse, que es algo tan laborioso como emocionante. Nuestra labor
como profesores no es cerrar sus puertas y dejar dentro lo que ya les
gusta sino abrir sus mentes y sus intereses a nuevos mundos
desconocidos para ellos (comenzando por el lenguaje, pues
recurrir en exceso a lo coloquial perjudica a los alumnos que tienen
en casa un menor nivel cultural, igual que la falta de esfuerzo
perjudica siempre al alumno menos capaz).
Hablemos
ahora de comodidad. Siempre me ha llamado la atención
la obsesión de los gurús patrios y foráneos por el bienestar
y la felicidad de los alumnos. No termino de ver cómo podríamos,
por más que quisiéramos, garantizar la felicidad de nuestros
estudiantes. ¿Acaso es poco ambicioso aspirar a colaborar en su
formación, contagiarles el gusto por aprender, inculcarles hábitos,
desarrollar su sensibilidad o forjar su carácter? ¿Por qué ha de
ser incompatible la felicidad con todo ello? Pero quiero detenerme en
el bienestar. Está uno acostumbrado a que se le tache de sádico
cuando habla de disciplina o de frío e indiferente cuando defiende
el conocimiento por encima de la emoción, aunque quien esto escribe
tenga el absoluto convencimiento de que lo verdaderamente emocionante
reside en el conocimiento (no rechazo, por lo tanto, la emoción;
simplemente la contextualizo para distinguirla de la sensiblería o
el “emotivismo”, que son bien diferentes). No hay motivos para
pensar que alguien que se dedica al noble arte de enseñar no quiere
lo mejor para sus discípulos. Pero todos sabemos que el infierno
está empedrado de buenas intenciones y que las buenas intenciones no
aseguran los buenos resultados (y menos en la educación, que tiene
mucho más de artesanía que de ciencia). Así que hemos de intentar
que los hechos respalden nuestros propósitos. Preguntémonos
entonces: ¿En qué circunstancias un alumno aprende mejor? ¿Cuál
es el ambiente más propicio? Hay quien se muestra partidario de
tirar paredes, colocar cojines de colores y crear un ambiente chill
out en
el aula. Bueno, pues “es un estilo de vida alternativo” (como
diría Woody Allen refiriéndose a los asesinos en serie en
“Misterioso asesinato en Manhattan”), pero no parece que sea lo
más razonable. Para dirimir esta cuestión, antes tendríamos que
asegurarnos de que estamos de acuerdo en que el objetivo de la
escuela es proporcionar conocimientos. Si esto es así, y debería
serlo para todos, no es posible que nadie sepa argumentar por
qué los cojines de colores o la lectura en pufs
favorecen el aprendizaje, puesto que para aprender se necesita
concentración, silencio, atención y actitud. Un ambiente
excesivamente relajado perjudica la atención y la concentración.
Cuando vamos a una sala de cine, la oscuridad nos induce a centrar la
mirada en la pantalla. Obviamente, nos gusta que la butaca sea
confortable, pero no se nos ocurriría sustituirla por una cama y
añadir una almohada, porque en ese caso, probablemente,
terminaríamos durmiéndonos. Sabemos que Wagner diseñó la
sala de Bayreuth con el fin de conseguir que el público se
concentrara en el escenario. Por eso, las butacas y los reposabrazos
eran rígidos. Y por eso introdujo la costumbre de apagar las luces
durante la representación. Esto no significa que Richard Wagner
quisiera hacer sufrir a los asistentes a sus óperas. Al contrario,
quería que las disfrutaran al máximo. Y en clase sucede lo mismo:
un exceso de confort puede ir en detrimento de la disposición
interior que se requiere para aprender.
¿Y
la diversión? ¿Hay que supeditar nuestro trabajo a que a nuestros
alumnos les resulte “divertido” lo que les enseñamos?
Recientemente, un periódico nacional se hacía eco de la noticia de
un profesor universitario del Reino Unido que grababa vídeos
“didácticos” quitándose prendas hasta quedarse en calzoncillos.
¿¿Es esta la última moda en educación?? Tres hurras por la
Innovación,
entonces. Aprender puede ser divertido, sin duda. Pero no siempre lo
es. Para llegar a disfrutar de aprender, hace falta tiempo, madurez y
constancia. Si para conseguir que nuestros alumnos aprendan hemos de
quedarnos en calzoncillos, es que tenemos muy poco respeto a nuestros
alumnos, a nuestra materia y a la profesión. Y aclaro que un buen
profesor tiene que hacer lo posible por presentar los contenidos de
su materia de la forma más atractiva posible y sentir pasión por
aquello que enseña. Pero, antes que nada, tiene que estar convencido
de que lo que enseña ES atractivo (y dominarlo en profundidad) y que
tarde o temprano sus estudiantes lo sabrán apreciar. Diferenciemos,
pues, lo fundamental de lo accesorio (lo “necesario” de lo
“contingente”, por recordar a José Luis Cuerda) o estaremos
perdidos.
Volviendo
a Orson Welles, es obvio que las guerras y los asesinatos no son
hechos que por sí mismos provoquen el surgimiento de las mentes más
brillantes, pero sí es verdad que el estímulo para aprender es el
hecho de no saber, que uno bebe cuando tiene sed y no come si ya está
saciado, que para progresar debemos sentir la necesidad de hacerlo.
Seamos serios. Y no engañemos a nadie. Para aprender a leer, hay que
sentarse bien, abstraerse del entorno y tener interés.
Cuando sabemos leer con fluidez y tenemos un buen nivel de
vocabulario, entonces sí podemos coger un libro y sumergirnos en él
adoptando la postura más inversosímil, con la tele puesta o con los
niños corriendo por el salón. Pero hasta entonces, el ambiente ha
de ser el apropiado. Seamos también ambiciosos y pensemos en
Miguel Ángel o en Leonardo antes que en el reloj de cuco. Y exijamos
a nuestros alumnos. Así entenderán que es el esfuerzo reflexionado
y bien enfocado (la “práctica intencional” de la que hablaba el
psicólogo sueco Anders Ericsson) el verdaderamente eficaz, se
contagiarán del afán de saber más y, con el tiempo,
esperemos, se convertirán en personas cultas y formadas,
capaces de entender mejor a los demás y, por supuesto, a sí mismos.