Gregorio Luri comentaba en su blog El Café de Ocata, de visita obligada, una noticia que aparecía recientemente en la portada de El Periódico sobre el supuesto perjuicio de los deberes en relación con las familias más desfavorecidas y su (también supuesto) fomento de la desigualdad escolar.
Haciendo gala de perspicacia y modestia muy estimables, Luri reconocía que “la teoría educativa en general, y la que hace referencia a los deberes en particular, es condenadamente difícil de evaluar de forma científica” y que “las variables que intervienen son tantas que pocas veces estamos seguros de estar evaluando exactamente lo que queremos evaluar”. “Así”, razonaba, “para saber si los deberes son benéficos o perjudiciales, deberíamos tener claro previamente qué entendemos por deberes”. De forma, a mi juicio, irrebatible, defendía como única manera de compensar las desigualdades sociales mediante la educación el incremento del “tiempo escolar de calidad de los más pobres”, porque “lo que no aprendan en la escuela, no lo aprenderán en ningún otro lugar”. Y es que es evidente que una familia con un nivel cultural, ya no alto, sino, al menos, medio, que se exprese con corrección y riqueza lingüística, que dé ejemplo a sus hijos leyendo, escuchando música, asistiendo al teatro y haciéndoles partícipes de todo ello, podrá contrarrestar las posibles carencias de la escuela. En este sentido, la realización de deberes (bien planteados, enriquecedores y provechosos, no mal formulados, degradantes e ineficaces) es más necesaria para el pobre que para el rico, por expresarlo en términos poco elaborados. Porque, ¿qué ocurre con las familias que no tienen la capacidad o la posibilidad (porque el nivel cultural no lo permite, por la casi total ausencia de los padres o por otras circunstancias) de ejercer estas actividades con sus hijos? Que solo en la escuela podrán desarrollarlas.
Ahondando un poco más en la acertada tesis de Luri, si hay algo indiscutible es que, por mucho que discutamos sobre educación, ni nos pondremos de acuerdo ni tendremos certezas. Ocurre en la enseñanza (o en la educación "académica") y ocurre en la educación (la de casa). En relación con esta, uno puede tener las ideas muy claras con respecto a sus hijos y salirle el tiro “tan por la culata” que termine dudando hasta de lo que creía que era, "SIN NINGUNA DUDA", lo más adecuado. Pero, volviendo a la escuela, yo estoy francamente intranquilo (y hablo ahora también como padre) por la generalizada poca estima del hábito, la rutina, la atención...desde las edades más tempranas. Parece darse por sentado que para los niños, en sus primeros años de escolarización, no es fundamental aprender a leer y escribir o hacer tareas; que no han de practicar, repetir, tratar de hacer las cosas mejor bien que regular (qué lección hay más sencilla y esencial que esta)... Es precisamente la habitual marginación de asuntos primordiales, en un momento en que se está estableciendo la base de cualquier formación, la que favorece las desigualdades. Luego, conforme se avanza a lo largo de las diferentes etapas, los problemas se agudizan y si un crío no es capaz de prestar atención durante unos momentos o de realizar una tarea con un mínimo de constancia, se le pone una etiqueta (TDAH, por ejemplo), se le preparan unos exámenes ad hoc y asunto solucionado (de solucionado, en realidad, nada de nada).
Claro que los deberes son importantes y desde luego que no son los culpables de las desigualdades escolares. El problema, como en tantas otras cuestiones, es que se confunden los términos para evitar que la educación pierda esa aureola que algunos interesados (dispuestos a vender su método, su academia o su asesoría de experto) se empecinan en mantener aunque sea irreal, ese envoltorio de anuncio de Teletienda. Por eso se “vende” que un “deber”, en tanto que obligación, trabajo o responsabilidad, es algo similar a un martirio, olvidando que una “tarea” (cómo mantenemos la nomenclatura tradicional cuando nos interesa), en tanto que labor, cometido u ocupación, no tiene por qué ser angustiosa o humillante sino interesante, beneficiosa e incluso agradable. Porque no olvidemos que cuando un profesor pone deberes a sus alumnos no lo hace para castigarlos sino para enseñarles, para educarlos en el hábito de la tenacidad, del esmero, del empeño…para que repasen lo que en clase han aprendido, para que les surjan dudas que preguntar después al maestro, para que, en definitiva, progresen en el aprendizaje. Y teniendo en cuenta todo esto es como busca el docente los ejercicios más apropiados.
Lo que ocurre con los deberes, en fin, es un síntoma de lo que está ocurriendo en la enseñanza, de lo que está ocurriendo en nuestra sociedad. Por un mal entendido igualitarismo, por una mala concepción del bienestar personal o por intereses puramente comerciales, queriendo ser iguales nos estamos convirtiendo cada vez en más desiguales. Y si no cambiamos la trayectoria, las consecuencias pueden ser preocupantes.
Lo que ocurre con los deberes, en fin, es un síntoma de lo que está ocurriendo en la enseñanza, de lo que está ocurriendo en nuestra sociedad. Por un mal entendido igualitarismo, por una mala concepción del bienestar personal o por intereses puramente comerciales, queriendo ser iguales nos estamos convirtiendo cada vez en más desiguales. Y si no cambiamos la trayectoria, las consecuencias pueden ser preocupantes.