Hace ya tiempo que hablar de elitismo resulta
sospechoso. Mal síntoma que suene mal la aspiración a que nos gobierne una minoría selecta. Debe ser que algunos prefieren una minoría corriente. O sea, como ahora.
Los recientes acontecimientos en el Congreso de los
Diputados, que no son más que anécdotas, pese a que alguno se haya
escandalizado (no es mi caso, desde luego, pues encuentro más ridículo que
ofensivo el postureo), estudiados
gestos que buscaban (con evidente éxito) eso que los barrocos llamaban mover los afectos y que hoy, rebajado al
nivel medio de una sociedad vulgar, podríamos llamar sencillamente "llegar
a la gente", han puesto de manifiesto hasta qué punto la política se ha
convertido definitivamente en una vertiente más de la industria
del entretenimiento. No ha ayudado, es cierto, el desengaño generalizado ante
la clase política y el también generalizado desprecio de la sociedad a todo
político que pase de los cuarenta, vista traje y corbata o pertenezca a un
partido de los denominados tradicionales (o sea, a la "vieja
política"). La cosa es que hoy, lo que se echaba de menos, "lo que se lleva", no es la
honradez, la frescura en las ideas, el rigor en los planteamientos, la crítica
constructiva o la capacidad de persuasión, que son, a mi modesto entender, las cualidades que podrían ayudarnos a recuperar la fe en la política. No, lo
moderno (que no es bien antiguo) es manejar los tiempos, acertar con los eslóganes, encontrar la imagen
adecuada, dar con la estrategia... y para ello, como a partir de la LOGSE, lo más eficaz es adaptarse a los mínimos, analizar al votante medio y pensar en él. Nada de selectas minorías. La masa es la que importa.
Como David Bisbal, Pablo Iglesias se golpea el pecho,
mano en el corazón, para dar a entender a su público que hay una sintonía entre
ellos que nadie les podrá arrebatar. Han conectado. "Os quiero, tíos.
Siempre os llevaré dentro. Sois lo más". La conexión en uno u otro caso
está muy calculada. Los futboleros dirían que se trata de una táctica
resultadista. Mensajes claros, afectivos, cercanos, elementales. Se trata de visibilizar, establecer vínculos, lograr
popularidad, que el público se sienta identificado, escuche, lea, vea lo que
necesita escuchar, leer y ver.
Antes de que alguien se apresure a calificarme de (pongan
en el espacio lo que prefieran), aclaro: no tengo nada contra Podemos ni considero que los partidos de siempre sean más limpios, más cualificados o más desinteresados. Ya sé lo que hay. Vivo en España. Mi
crítica, mis reflexiones, están dirigidas a las nuevas formas de hacer
política, pero no tanto hacia quienes las elaboran sino a quienes las padecen. Estoy lamentando que un partido nuevo piense que recurrir a este tipo de maniobras (como el bebé de Bescansa, que también en Pablo y en Íñigo descansa) le va a dar
resultado (y es que se lo da, oigan). Estoy manifestando mi pesar ante el panorama que se
avecina. Una vieja política sin signos aparentes de renovación y una nueva
política que tiene pinta de política de consumo, rebosante de marketing y afán
publicitario, ambigua en sus aspiraciones (¿anti-sistema o reformista?) y,
sobre todo, en sus prestaciones. Vayamos ahora con esto: las prestaciones.
Es obvio que llevar rastas no implica ni más ni menos
capacidad para ejercer la labor de diputado. Podemos discutir si es o no
digna de estimación la capacidad de adaptar la propia apariencia al contexto en que uno
ha de desenvolverse, si es (o no) algo positivo acudir con un determinado aspecto
a un lugar al que se acude en representación de otros. En cualquier caso (y
dejando a un lado el exabrupto de Candy Villalobos por higiene mental) es una
cuestión menor. Ahora bien, si el peinado de un político no debe condicionar la
valoración de su capacidad, hay algo que sí la determina: sus declaraciones, porque, supuestamente, reflejan sus ideas y sus intenciones. Y Alberto
Rodríguez, como Errejón, tienen muy claro que las críticas a las
"pintas" de los diputados de Podemos son "prejuicios elitistas". Y aquí es donde uno empieza a mosquearse. Porque, verán, no es que los políticos anteriores a Iglesias y Errejón (sí, sí, antes de ellos ya existía la política. Y la democracia) puedan presumir de intelectuales. El problema es que se supone que estos sí lo son, que estos nos van a salvar de los otros. Y aquí es donde uno se puede llegar a derrumbar psicológicamente. Hasta se podría llegar a decir aquello de: "A veces pienso que soy progresista. Luego pienso en Podemos y se me pasa". Porque lo preocupante no es lo que Podemos hace sino lo que Podemos ve (con acierto), lo que tiene bien observado: qué es lo que la sociedad está demandando, qué es lo que vende, qué es lo que le va a comprar. Como en la educación, si uno pretendiera vender un libro hablando de que el conocimiento se adquiere con esfuerzo (supongamos...), vendería mucho menos que otro (supongamos, también) que hablara de un método infalible para aprender sin esfuerzo y con mucho cachondeo. Y Podemos ha sabido ver que si tú a la gente le hablas de elitismo, huye despavorida, así que ha optado por el anti-elitismo emocional. Ojo, que veo venir a alguno de lejos: todos los partidos buscan lo mismo: el poder. Hablo de Podemos porque, tristemente, son los más listos.
Termino con un desdichado ejemplo: en el Teatro de la Comedia de Madrid se van a representar durante este mes adaptaciones de las Novelas Ejemplares de Cervantes. Uno de los actores de la compañía explica con precisión la intención que tienen al mostrar al público la obra de Cervantes: "Lo que intentamos es", decía hace unos días el acto en el Telediario de la televisión pública, "no caer en la ampulosidad, en lo reverencial, en que no se nos quede intelectual. Intentamos dar en la diana de lo que nosotros creemos que eran estos clásicos en principio, que es que eran populares". Y con esta justificación, las imágenes de TVE nos enseñan cómo los personajes del escritor manchego portan guitarras (modernas, no vayan a pensar que se trata de una referencia a la guitarra de cinco órdenes de la época, ingenuos), maracas... vemos una especie de tablao flamenco...hasta que el director del montaje nos dice que se ha acercado a la obra "con respeto pero sin reverencia". Desde luego, esto último no hace falta ni decirlo. Con la apostilla "un Cervantes en zapatillas tan clásico como contemporáneo", cierra la noticia Ana Blanco.
Pues eso, que no nos quede intelectual y que llegue al público.
Os quiero, tíos.