Tribuna publicada ayer en El Mundo. Vindicación del elitismo intelectual.
Permítanme que comience esta tribuna acudiendo a la RAE y aclarando algunos conceptos. Se define elitismo como una “actitud proclive a los gustos y preferencias que se apartan de los del común”. La palabra común puede significar “corriente, “vulgar” e incluso “despreciable”. Se entiende por intelectual lo “perteneciente o relativo al entendimiento”. Y, por entendimiento, la “potencia del alma, en virtud de la cual” se "conciben cosas”, se “comparan, juzgan, e inducen y deducen otras que ya se conocen”. Por fin, vindicar implica la “defensa, especialmente por escrito” de alguien (algo, en este caso) que ha sido o es “injuriado, calumniado o injustamente notado”.
Quisiera también hacer alusión a un acertado tuit de Jorge Bustos, en el cual anhelaba “un partido [político] insultantemente elitista en lo intelectual”, con “un discurso de alta literatura”, que pareciera decir a sus potenciales votantes: “si aspiran a votarme, estudien para merecerlo”. Me siento tan identificado con este deseo que, nada más leerlo, me puse a escribir sobre la cuestión, vinculando de manera inmediata la política y la educación, algo inevitable desde el momento en el que lo político es (o debiera ser) asunto de todos los ciudadanos (los griegos llamaban a estos temas públicos “politikoí”, en oposición a aquellos intereses particulares o privados de los ciudadanos, llamados estos “idiotikós”; de ahí que a quienes no se preocupaban de lo concerniente a la “pólis”, esto es, los asuntos públicos, se les llamara “idiotes” o “ciudadanos privados” y, siglos más tarde, “idiotas”). Encontrada, como les decía, esta estrechísima relación entre política y educación, no dejé de darle vueltas a cómo se están desvaneciendo las ansias de saber y de cómo podemos estar contagiando a nuestros alumnos esta misma desidia, esta abulia literal (“falta de voluntad”) que penetra en todos los ámbitos y mitiga, incluso anula, el (imprescindible para el progreso) arrojo por ambicionar la erudición.
Reconocerse elitista suena hoy casi indecoroso. Yo confieso serlo. Y admito sin ambages que lo defenderé siempre que tenga ocasión. No creo que sea malo que existan élites, pues siempre habrá, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, minorías que destaquen sobre las mayorías. No encuentro en ello nada perverso, salvo el hecho (doloroso) de que a menudo no llegan a formar parte de esas élites quienes más lo han merecido. Y es esto, y no lo otro, lo que debemos combatir.
Hay dos principios de los que se habla mucho en educación: excelencia y equidad. Del primero se habla con la boca pequeña o de manera populista; del segundo, con ofuscación, introduciendo factores y soluciones (véase la Ley Celaá y su obsesión por eliminar obstáculos y el consiguiente abaratamiento de aprobados y títulos) que, en lugar de garantizar que cada cual obtenga lo que se ha ganado en virtud de sus merecimientos, elimina la posibilidad de que alguien pueda descollar. Y esto, queridos lectores, es doblemente injusto: lo es para quien merece más y lo es para quien merece menos y se le hace creer que es mejor de lo que es, renunciando a la exigencia y a la búsqueda de herramientas que les permitan a todos desarrollar al máximo las capacidades de que dispongan e impidiendo, en definitiva, su crecimiento.
Volviendo a la definición de elitismo, considero un error imperdonable que el profesor no ejerza un elitismo ético, buscando abrir a sus alumnos a otros “gustos” y “preferencias” que se aparten “del común”. Porque, por más que convengamos en que la mayoría de los alumnos son corrientes (cualquier colega entenderá que no uso esta palabra en un sentido peyorativo, sino con afán didáctico y para distinguir a estos estudiantes de los brillantes - que no son tantos- y también de aquellos que tienen más dificultades de aprendizaje), nuestro propósito ha de ser siempre refinarlos, apartarlos del común, confiar en sus posibilidades y en su diversidad y heterogeneidad (pero de verdad, no como como postureo pedagogista), en la riqueza de sus diferencias, no adaptándolo todo a ellos sino estimulando su curiosidad, alejándolos de lo ordinario para acercarlos a lo extraordinario. Nuestro fin ha de ser convertir el aprendizaje en una aventura hacia lo desconocido, una excursión en busca de lo más recóndito, una búsqueda de lo inesperado, una incitación a regocijarse con lo que a priori les parece lejano e inaccesible, una huida para escapar de lo grosero y aspirar a lo selecto. ¿Por qué? Porque escuchar trap les cuesta poco esfuerzo, pero también les dejará poca huella, mientras que a gozar de Bach se aprende cultivando la sensibilidad artística, como se aprende a degustar un plato delicioso cultivando el paladar o a deleitarse ante un cuadro hermoso cultivando el gusto estético, y todo ello, después, perdura y engrandece este viaje de perfeccionamiento personal que es aprender. Hablamos de cultura, de alta cultura; no de pedantería, pues la persona culta disfruta sabiendo y el pedante disfruta presumiendo de lo que sabe. Y todos, repito, todos nuestros alumnos, están en disposición de recorrer este camino hacia este elitismo intelectual y cultural.
Habrá quien se escandalice antes mis palabras y objete que la escuela está para proporcionar otras “cosas”. Pero regreso al lenguaje, “andamiaje del pensamiento” (como lo denominaba Lázaro Carreter) para recordar que intelectual quiere decir “relativo al entendimiento”. ¿Puede haber intención más noble y bella que anhelar, para todos, reitero, el entendimiento, esto es, la “potencia del alma” en virtud de la cual se conciben cosas, se comparan, se valoran, se inducen y deducen otras que ya se conoce…? ¿No habría de buscar esto todo profesor? ¿Y lo hace? ¿Es esto lo que los profesores procuramos? ¿Se nos permite? ¿Se nos facilita? ¿Se nos MOTIVA a ello? ¿Se nos reconoce? Ante tales interrogantes, urge rehabilitar muchas ideas, actualmente desprestigiadas y suplantadas por términos vacuos, que no reflejan más que la insustancialidad de quienes los utilizan e imponen, de quienes hacen con ellos negocio. Y uno de ellos es el elitismo, entendido como corresponde y nunca como algunos lo quieren entender, tachando a sus valedores de “clasistas”. Nada hay más clasista que renunciar a la excelencia en la escuela con la excusa de que el pobre requiere “otras cosas”. El pobre, más aún que el rico, merece ver alentada su sed de cultura, ya que lo que el profesor no le dé, difícilmente podrá hallarlo en otra parte.
Bustos recurría con buen ojo a la expresión “insultantemente elitista” cuando pedía un partido político así. Toca pues reclamar un elitismo democrático y justo, empresa ardua en unas circunstancias en las que pretender ser culto ofende, cuando lo que debería molestar es la incultura. Los políticos, que claramente nos consideran a todos menores de edad, dicen “hacer pedagogía” con nosotros, obtusos ciudadanos incapaces de entender sus designios, y prefieren masticar el mensaje hasta convertirlo en papilla ideológica (todo es fast food) que no requiera esfuerzo para su asimilación. Porque no confían en nuestra capacidad. O porque recelan del que posee auténtico espíritu crítico. Como no confían los expertos y aquellos que participan en los órganos decisorios en la capacidad del estudiante, al que hurtan retos y regalan papeles que no valen nada porque no reflejan nada, mientras la máxima autoridad educativa elabora planes de Resiliencia (resiliencia la nuestra, Ministra). Puede que ahí resida la clave del asunto: hacer pasar por clasismo un elitismo ético te permite reservar a los tuyos para que integren esa élite, que no será ética, pero sí será élite, una élite que no dejará entrar a cualquiera en base a su capacidad, su empeño o su honradez sino gracias a sus contactos, su procedencia o su abolengo; una élite, pues, deshonesta y arbitraria. Así, el saber hará libres (por acordarnos de Sócrates) solamente a unos pocos, mientras el resto se tendrá que conformar con una esclavitud apacible, ingenua y autocomplaciente.
Alberto Royo. Profesor de Música en el IES Tierra Estella. Autor de: “Contra la nueva educación” (2016), “La sociedad gaseosa” (2017) y “Cuaderno de un profesor” (2019), todos ellos publicados por Plataforma Editorial.