Casi
una semana después del asesinato de Abel Martínez Oliva (el profesor fallecido
-o “el sustituto”, como se le ha venido denominando en los medios- tiene, tenía,
nombre y apellidos) ha sido mucho lo que se ha dicho y escrito al respecto, con
poco acierto, en mi opinión, la mayoría de las veces. Y es que en este tipo de
situaciones tan duras debería hacerse como en un tribunal de oposición:
desechar la nota más alta y la más baja de los aspirantes; en este caso,
descartar las posturas extremas: la de quienes confunden justicia con venganza
y la de quienes confunden e incluso invierten los
papeles de víctima y victimario; la de quienes sostienen que “los niños empezaron a extraviarse el
día que empezaron a tener derechos” (sic) y la de quienes solo se
preocupan por evitar que se “estigmatice” a quien ha
matado a una persona o incluso convierten al asesino en un damnificado cuya
responsabilidad es inexistente y debemos achacar a los videojuegos, a los
cómics, al cine gore, a internet o al capitalismo si es necesario, pues todo
vale con tal de que el responsable quede eximido de culpa. Por no hablar de
quienes de manera ciertamente repugnante aprovechan la circunstancia para
hacer periodismo basura del más bajo nivel (o
del más alto, según se mire), en la mejor tradición, en esta ocasión en medio
escrito, de aquella Andrea Caracortada que
inventó Almodóvar en una de sus películas, colaborando en la mitificación del
homicida y proporcionando un ejemplo perfecto de lo que no debe hacer un
periodista. Junto a los que defienden y justifican de forma más o menos
prudente la relación entre la tragedia y la situación de nuestro sistema
educativo, encontramos a otros que la rechazan de plano, incluso negando con memorable contumacia que
en las aulas exista el más mínimo problema, instrumentalizando el
asesinato para ejercer de militantes flowerpower y pedir menos
contenidos y más pedagogía paulocoelhiana.
Tengo dudas de que podamos establecer una relación
causa-efecto. No soy quién para cuestionar que el asesino sufrió un brote
psicótico porque no soy psiquiatra. Tampoco soy de los que creen que todo el
mundo es bueno y que todos los que cometen un crimen están enfermos. Pienso que
esto podría haber ocurrido en otro lugar y se estaría hablando mucho menos de
la enseñanza, de los profesores y de los institutos, pero también que, si bien algo
así es excepcional en nuestro país, no lo es en otros países y esto debería
llevarnos a no banalizar el tema ni prescindir del debate porque podríamos
estar ante el síntoma “de algo” y nunca es aconsejable ocultar los hechos o
restarles importancia. Y hay un par de ideas que no dejan de venirme a la mente
estos días: el penoso relativismo moral que hemos podido constatar y el
olvido de algo tan importante como la responsabilidad individual, el
relativismo moral de una sociedad que equipara obsesivamente, que disculpa los
actos reprobables y no reconoce los meritorios, y la ausencia de consecuencias
(positivas y negativas) a nuestros actos. No asumimos nuestras
responsabilidades porque la ausencia de consecuencias no nos obliga a ello. Y puesto
que, por lo general, no actuamos correctamente por convicción personal y moral,
las consecuencias se me antojan imprescindibles. ¿Se reducirían los accidentes
de tráfico con campañas informativas? No. Se reducen con sanciones, retirada de
puntos o del carnet de conducir, con penas de cárcel. Cualquier conductor sabe
que no puede saltarse un semáforo en rojo pero solo si es consciente de que
puede ser sancionado se detendrá siempre antes de arriesgarse a atropellar a un
peatón. ¿Habrá menos políticos corruptos por el hecho de que los partidos
elaboren códigos éticos? No. La corrupción se combate con leyes serias,
rigurosas y contundentes y con una justicia independiente. Las ineludibles
consecuencias.
Volviendo
al asesinato, nadie puede pretender que hallemos una fórmula para librarnos de
este tipo de crímenes. Ni siquiera una modificación de la ley del menor lo
garantizaría, tal y como yo lo veo. Sin embargo, no hay que esconder que, sea o
no políticamente correcto decirlo, a un menor le sale gratis matar a una persona.
Negarlo es no querer ver la realidad. No podemos evitar que alguien cometa un
asesinato, de acuerdo, pero sí podemos intentar corregir los errores que
cometemos como sociedad y que derivan en otras modalidades de violencia aunque
no terminen con la muerte de una persona. El más grave, la preocupante
sobreprotección en que se encuentran nuestros jóvenes, algo que, ahora sí, guarda una estrecha relación con la enseñanza. Alguien preguntaba el
otro día cómo puede un profesor detectar agresividad en un alumno. ¿No debería
preguntarse esto a los padres? ¿No son ellos los que tienen la obligación de
estar cerca de sus hijos, conocer sus preocupaciones, atender a sus problemas?
Muchas veces esta agresividad proceda de la escasa tolerancia a la frustración
que demuestran muchos chicos, sencillamente porque el hábito que no se
ejercita, nunca se adquiere. Los niños crecen pensando que todo les tiene que
salir bien, que deben ser felices porque sí, que todos ellos tienen un inmenso
talento y lograrán el éxito porque ellos lo valen…y luego descubren, así, de
sopetón, que la cosa no es tan fácil, que no siempre se consigue el éxito, que
la felicidad no tiene por qué ser como la de los anuncios o lo libros de
autoayuda, que por mucho que en casa se les rasque la espalda en lugar de
exigírseles, “fuera” no es todo tan bonito ni tan cómodo. Sobreprotegidos
porque no se les pone límite alguno, como aquel chiste en el que una tutora
insiste a la madre del chico: “límites, lo que su hijo necesita son límites” y
esta le responde: “Pues si necesita límites, le compraremos límites”. Así
funcionamos. Pensamos que les ayudamos cuando es todo lo contrario. Les
retiramos los obstáculos, les eximimos de responsabilidades, les damos
palmaditas en el hombro cuando actúan mal porque lo importante es complacerles,
evitarles el mal trago, que estén bien, tranquilos, a gusto, satisfechos. Y por
eso les permitimos (no, les permiten) que se encierren en su cuarto con el
ordenador, la tele y todo cuanto necesiten para que solo tengan que salir de su
habitación para orinar o alimentarse. Y no nos enteramos (no se enteran) de que
guardan ballestas, líquido para cócteles molotov, pistolas o machetes.
Hay
dos debates distintos en todo esto que cada vez estoy más convencido deberían
haberse abordado por separado: la situación de la enseñanza pública y los
indiscutibles problemas con que se encuentra el docente para desempeñar su
trabajo, por un lado. Por otro, el asesinato de Abel Martínez Oliva. En lo que
respecta a los profesores, hemos de exigir a los padres que se ocupen de la
educación y el comportamiento de sus hijos (nuestros alumnos), que marquen
claramente los límites, que impongan consecuencias. Los que somos padres
sabemos bien lo difícil que es educar, como sabemos que no siempre actuando con
los hijos de manera sensata damos con la tecla adecuada. Pero no es buena
estrategia elegir la comodidad antes que la responsabilidad. Por otra parte,
que no sea corriente, gracias a Dios, que un alumno mate a su profesor no significa
que en las aulas no exista la violencia, pues no todas sus manifestaciones son
estrictamente físicas ni desembocan en un desenlace tan atroz. Debemos ser lo
suficientemente honrados para renunciar a la táctica de meter la mierda bajo de
la alfombra. Debería bastar que un solo docente la sufriera para que
nadie escondiera la cabeza debajo del ala. Y dejémonos de hablar de actitudes
disruptivas. Llamemos a las cosas por su nombre
porque no hacerlo no cambia lo que las cosas son.
Para
terminar, si en un asunto baladí existen diferentes puntos de vista, en
situaciones tan dolorosas es lógico que las posturas parezcan más enfrentadas
de lo que probablemente están. Yo no soy capaz de alinearme en ningún bando ni
creo que haya que hacerlo. Prefiero valorar todas aquellas opiniones bien
fundamentadas que tratan de construir y aportar en lugar de hacer leña del
árbol caído o disfrazar la verdad, las que no caen en la equiparación entre
asesino y asesinado pero tampoco ignoran la desgracia que ha caído sobre el
menor que ha cometido el crimen y sobre su familia; las que se exponen con
valentía y sin autocensura pero con honradez intelectual y moral; las que no
buscan el aplauso fácil o la burda provocación. Es posible que lo más sensato
hubiera sido callar, dejar pasar el tiempo y no entrar en esta vorágine
de opinionismo histérico en que se ha convertido internet.
Puede que yo mismo haya caído en el mismo error que critico. Si es así, lo
lamento. Solo pretendía entender a los demás, entender lo sucedido y entenderme
un poco mejor a mí mismo. Seguramente no lo he conseguido.
PD:
Mientras termino de escribir estas líneas leo un mensaje que me envía un colega
en el que me cuenta una experiencia vivida “muy de cerca”. Me conmueve y me
hace pensar que en el fondo lo que opinamos está tan fuertemente condicionado
por lo que cada uno de nosotros hemos vivido que es muy difícil sacar conclusiones incontestables.
El padre de un hijo con problemas mentales y el hijo de un profesor que sufre
agresiones en clase verán las cosas de forma muy diferente. Y en ambos casos
habría que intentar equilibrar exigencia de responsabilidades y comprensión. Solo así podremos honrar la memoria de Abel sin dejar de compadecernos de su asesino.