lunes, 27 de abril de 2015

El difícil equilibrio entre la exigencia de responsabilidades y la comprensión


Casi una semana después del asesinato de Abel Martínez Oliva (el profesor fallecido -o “el sustituto”, como se le ha venido denominando en los medios- tiene, tenía, nombre y apellidos) ha sido mucho lo que se ha dicho y escrito al respecto, con poco acierto, en mi opinión, la mayoría de las veces. Y es que en este tipo de situaciones tan duras debería hacerse como en un tribunal de oposición: desechar la nota más alta y la más baja de los aspirantes; en este caso, descartar las posturas extremas: la de quienes confunden justicia con venganza y la de quienes confunden e incluso invierten los papeles de víctima y victimario; la de quienes sostienen que “los niños empezaron a extraviarse el día que empezaron a tener derechos” (sic) y la de quienes solo se preocupan por evitar que se “estigmatice” a quien ha matado a una persona o incluso convierten al asesino en un damnificado cuya responsabilidad es inexistente y debemos achacar  a los videojuegos, a los cómics, al cine gore, a internet o al capitalismo si es necesario, pues todo vale con tal de que el responsable quede eximido de culpa. Por no hablar de quienes de manera ciertamente repugnante aprovechan la circunstancia para hacer periodismo basura del más bajo nivel (o del más alto, según se mire), en la mejor tradición, en esta ocasión en medio escrito, de aquella Andrea Caracortada que inventó Almodóvar en una de sus películas, colaborando en la mitificación del homicida y proporcionando un ejemplo perfecto de lo que no debe hacer un periodista. Junto a los que defienden y justifican de forma más o menos prudente la relación entre la tragedia y la situación de nuestro sistema educativo, encontramos a otros que la rechazan de plano, incluso negando con memorable contumacia que en las aulas exista el más mínimo problema, instrumentalizando el asesinato para ejercer de militantes flowerpower y pedir menos contenidos y más pedagogía paulocoelhiana.  

Tengo dudas de que podamos establecer una relación causa-efecto.  No soy quién para cuestionar que el asesino sufrió un brote psicótico porque no soy psiquiatra. Tampoco soy de los que creen que todo el mundo es bueno y que todos los que cometen un crimen están enfermos. Pienso que esto podría haber ocurrido en otro lugar y se estaría hablando mucho menos de la enseñanza, de los profesores y de los institutos, pero también que, si bien algo así es excepcional en nuestro país, no lo es en otros países y esto debería llevarnos a no banalizar el tema ni prescindir del debate porque podríamos estar ante el síntoma “de algo” y nunca es aconsejable ocultar los hechos o restarles importancia. Y hay un par de ideas que no dejan de venirme a la mente estos días: el penoso relativismo moral que hemos podido constatar y el olvido de algo tan importante como la responsabilidad individual, el relativismo moral de una sociedad que equipara obsesivamente, que disculpa los actos reprobables y no reconoce los meritorios, y la ausencia de consecuencias (positivas y negativas) a nuestros actos. No asumimos nuestras responsabilidades porque la ausencia de consecuencias no nos obliga a ello. Y puesto que, por lo general, no actuamos correctamente por convicción personal y moral, las consecuencias se me antojan imprescindibles. ¿Se reducirían los accidentes de tráfico con campañas informativas? No. Se reducen con sanciones, retirada de puntos o del carnet de conducir, con penas de cárcel. Cualquier conductor sabe que no puede saltarse un semáforo en rojo pero solo si es consciente de que puede ser sancionado se detendrá siempre antes de arriesgarse a atropellar a un peatón. ¿Habrá menos políticos corruptos por el hecho de que los partidos elaboren códigos éticos? No. La corrupción se combate con leyes serias, rigurosas y contundentes y con una justicia independiente. Las ineludibles consecuencias.

Volviendo al asesinato, nadie puede pretender que hallemos una fórmula para librarnos de este tipo de crímenes. Ni siquiera una modificación de la ley del menor lo garantizaría, tal y como yo lo veo. Sin embargo, no hay que esconder que, sea o no políticamente correcto decirlo, a un menor le sale gratis matar a una persona. Negarlo es no querer ver la realidad. No podemos evitar que alguien cometa un asesinato, de acuerdo, pero sí podemos intentar corregir los errores que cometemos como sociedad y que derivan en otras modalidades de violencia aunque no terminen con la muerte de una persona. El más grave, la preocupante sobreprotección en que se encuentran nuestros jóvenes, algo que, ahora sí, guarda una estrecha relación con la enseñanza. Alguien preguntaba el otro día cómo puede un profesor detectar agresividad en un alumno. ¿No debería preguntarse esto a los padres? ¿No son ellos los que tienen la obligación de estar cerca de sus hijos, conocer sus preocupaciones, atender a sus problemas? Muchas veces esta agresividad proceda de la escasa tolerancia a la frustración que demuestran muchos chicos, sencillamente porque el hábito que no se ejercita, nunca se adquiere. Los niños crecen pensando que todo les tiene que salir bien, que deben ser felices porque sí, que todos ellos tienen un inmenso talento y lograrán el éxito porque ellos lo valen…y luego descubren, así, de sopetón, que la cosa no es tan fácil, que no siempre se consigue el éxito, que la felicidad no tiene por qué ser como la de los anuncios o lo libros de autoayuda, que por mucho que en casa se les rasque la espalda en lugar de exigírseles, “fuera” no es todo tan bonito ni tan cómodo. Sobreprotegidos porque no se les pone límite alguno, como aquel chiste en el que una tutora insiste a la madre del chico: “límites, lo que su hijo necesita son límites” y esta le responde: “Pues si necesita límites, le compraremos límites”. Así funcionamos. Pensamos que les ayudamos cuando es todo lo contrario. Les retiramos los obstáculos, les eximimos de responsabilidades, les damos palmaditas en el hombro cuando actúan mal porque lo importante es complacerles, evitarles el mal trago, que estén bien, tranquilos, a gusto, satisfechos. Y por eso les permitimos (no, les permiten) que se encierren en su cuarto con el ordenador, la tele y todo cuanto necesiten para que solo tengan que salir de su habitación para orinar o alimentarse. Y no nos enteramos (no se enteran) de que guardan ballestas, líquido para cócteles molotov, pistolas o machetes.

Hay dos debates distintos en todo esto que cada vez estoy más convencido deberían haberse abordado por separado: la situación de la enseñanza pública y los indiscutibles problemas con que se encuentra el docente para desempeñar su trabajo, por un lado. Por otro, el asesinato de Abel Martínez Oliva. En lo que respecta a los profesores, hemos de exigir a los padres que se ocupen de la educación y el comportamiento de sus hijos (nuestros alumnos), que marquen claramente los límites, que impongan consecuencias. Los que somos padres sabemos bien lo difícil que es educar, como sabemos que no siempre actuando con los hijos de manera sensata damos con la tecla adecuada. Pero no es buena estrategia elegir la comodidad antes que la responsabilidad. Por otra parte, que no sea corriente, gracias a Dios, que un alumno mate a su profesor no significa que en las aulas no exista la violencia, pues no todas sus manifestaciones son estrictamente físicas ni desembocan en un desenlace tan atroz. Debemos ser lo suficientemente honrados para renunciar a la táctica de meter la mierda bajo de la alfombra. Debería bastar que un solo docente la sufriera para que nadie escondiera la cabeza debajo del ala. Y dejémonos de hablar de actitudes disruptivas. Llamemos a las cosas por su nombre porque no hacerlo no cambia lo que las cosas son.

Para terminar, si en un asunto baladí existen diferentes puntos de vista, en situaciones tan dolorosas es lógico que las posturas parezcan más enfrentadas de lo que probablemente están. Yo no soy capaz de alinearme en ningún bando ni creo que haya que hacerlo. Prefiero valorar todas aquellas opiniones bien fundamentadas que tratan de construir y aportar en lugar de hacer leña del árbol caído o disfrazar la verdad, las que no caen en la equiparación entre asesino y asesinado pero tampoco ignoran la desgracia que ha caído sobre el menor que ha cometido el crimen y sobre su familia; las que se exponen con valentía y sin autocensura pero con honradez intelectual y moral; las que no buscan el aplauso fácil o la burda provocación. Es posible que lo más sensato hubiera sido callar, dejar pasar el tiempo y no entrar en esta vorágine de opinionismo histérico en que se ha convertido internet. Puede que yo mismo haya caído en el mismo error que critico. Si es así, lo lamento. Solo pretendía entender a los demás, entender lo sucedido y entenderme un poco mejor a mí mismo. Seguramente no lo he conseguido.

PD: Mientras termino de escribir estas líneas leo un mensaje que me envía un colega en el que me cuenta una experiencia vivida “muy de cerca”. Me conmueve y me hace pensar que en el fondo lo que opinamos está tan fuertemente condicionado por lo que cada uno de nosotros hemos vivido que es muy difícil sacar conclusiones incontestables. El padre de un hijo con problemas mentales y el hijo de un profesor que sufre agresiones en clase verán las cosas de forma muy diferente. Y en ambos casos habría que intentar equilibrar exigencia de responsabilidades y comprensión. Solo así podremos honrar la memoria de Abel sin dejar de compadecernos de su asesino. 

lunes, 20 de abril de 2015

Relativismo moral, educación y … optimismo


Me llaman muy amablemente de Navarra Televisión para preguntarme por lo de Barcelona. Me dicen si puedo atenderles un momento y quedamos en un rato. Me quedo pensativo dándole vueltas al suceso. ¿No deberían llamar a un psiquiatra? ¿Qué decir? Lo que cualquiera: que ha sido una tragedia, un horror, terrible. Un profesor ha sido asesinado por un alumno que había entrado al instituto con una ballesta,una pistola de balines y un puñal. A punto estoy de llamar y decir que mejor no vengan, que no sé qué contarles salvo que lamento mucho lo ocurrido. Después decido seguir adelante. Al fin y al cabo la víctima es un colega de profesión, todo ha acontecido en un instituto y la gente de Navarra Televisión siempre ha sido afectuosa conmigo, así que me parece descortés declinar la invitación y dejo el teléfono. Pienso, eso sí, que debo ser prudente para no vincular el asesinato con la situación de indefensión de muchos docentes. Un caso aislado. Una situación extrema. Un muchacho con evidentes problemas mentales. Una desgracia. Quiero evitar que alguien pueda pensar que lo considero consecuencia de un sistema educativo que apenas distingue entre el buen alumno y el malo, entre el honrado y el deshonesto, el que estudia y el que copia, el educado y el grosero. Cuando la cámara empieza a grabar, titubeo. La única manera de comenzar es trasladando mis condolencias a la familia y amigos del profesor. Lo hago mal, pues recuerdo que mi mujer me había llamado para dar la noticia una hora antes, impresionada, y soy consciente de que mis condolencias no tienen más sentido que la simple educación. ¿Qué consuelo pueden recibir los familiares y amigos de este profesor de Geografía e Historia que ha dejado a medias su clase sobre los Reyes Católicos para acudir en auxilio de una compañera herida y recibir el disparo de una ballesta?

Me preguntan sobre la situación en las aulas y hago lo posible por rechazar posibles connotaciones educativas del crimen. Ni siquiera estoy seguro, medito y respondo al mismo tiempo, de que lo que ha pasado tenga que ver con nuestro sistema educativo, aunque debería hacernos reflexionar sosegadamente sobre muchas cosas: si no estaremos restando importancia a los episodios de indisciplina y violencia, si realmente es buena idea atrasar cada vez más la madurez de nuestros alumnos sobreprotegiéndolos y eliminando los obstáculos, si es sensato el desprecio a la responsabilidad individual y la proclamación de la felicidad narcisista y autocomplaciente, la felicidad como fin primero y último, confundiendo las cosas, equivocando los objetivos y los procedimientos. Pero esto no tiene que ver con la enseñanza. Es algo “más global”, afirmo convencido. Y lo estoy. Una sociedad que no diferencia entre lo que debe y lo que no debe hacerse, en la que las consecuencias positivas y negativas están desdibujadas, en la que factores externos y no personales son los que encumbran o relegan, sin referentes admirables, contagiada de relativismo moral, una sociedad en la que los políticos necesitan un código ético porque no se fían de sí mismos, en la que la moral parece supeditada a la ideología y hablar de mérito y virtud te convierte en un gruñón ultramontano, en la que los alumnos no tienen límites porque estos no se pueden comprar, porque no se comercializan como los libros de autoayuda. Sí, la culpa es de la sociedad, la culpa es de todos.

Y, sin embargo, no soy pesimista. O no quiero serlo. Me entrevista una chica joven, agradable y educada, muy profesional para la edad que aparenta, que me pregunta si he dado clase en el instituto “X”, puesto que ella estudió allí. La recuerdo vagamente, aunque no le pongo nombre, pero comentamos la situación en los institutos y coincidimos en la necesidad de que los alumnos se responsabilicen de sus actos, de sus notas, de su comportamiento. Me dice que sabe que en su centro el ambiente ha empeorado mucho y que le da pena. Y su pena de alguna forma me alivia porque significa que sigue habiendo buenos chicos. No buenos en un sentido bobalicón sino buenos en el sentido de chicos razonables, prudentes y con sentido común. El problema es que estos chicos pasan desapercibidos en una sociedad en la que el histerismo, la excentricidad y la ignorancia son a menudo pasaporte para la fama. Ojalá esto vire y los jóvenes cuerdos, ponderados y luchadores pasen a ser los apreciados en lugar de los jóvenes Sálvame Deluxe. Chesterton decía que el optimista cree en los demás y el pesimista sólo en sí mismo. Yo prefiero ser de los primeros.

domingo, 19 de abril de 2015

Breve reflexión política


Algo que refleja bien la situación en Navarra y, por extensión,  la de todo el país: el candidato de EH-BILDU pide un debate al candidato de UPN para hablar, entre otras cosas, "del pasado" y de "resolución del conflicto". La respuesta del candidato de UPN es que acepta porque quiere "decirles a los de BILDU unas cuantas cosas a la cara". 

Lo preocupante no es que alguien que aspira a gobernar una comunidad prefiera hablar de pasado antes que de futuro o que quien compite con aquel en dicha empresa responda en un tono tan desafortunado y de tinte ciertamente macarra. Lo triste es que muchos de nuestros políticos, quiero pensar que no todos, estoy seguro de que no todos, parecen tener claro que mucho más rentable que el debate sereno, la persuasión y la confrontación de ideas es ejercer de hooligan y tertuliano. Por el bien de todos, espero que en algún lugar exista un asesor sensato que haga ver al partido de turno, al candidato de turno, que no todos estamos de acuerdo con esta estrategia y que algunos querríamos poder volver a creer en la buena política.  En sus manos está. 

viernes, 10 de abril de 2015

Alea iacta est. Mis sueños no caben en tus urnas


Lo tengo decidido. O casi. Esta vez tampoco voy a votar. Y bien que lo siento. Pero no. No lo voy a hacer. He votado, como tantos, con la nariz tapada, los ojos cerrados y hasta algodón en los oídos, pero no estoy dispuesto a vender mi voto. ¿Qué digo vender? Si me lo quisieran comprar tendría al menos un posible dilema moral que resolver. En este caso, el voto se regala. A unos para que los otros se vayan. A otros para que los unos no salgan. Y no es plan. Mi decisión, casi casi firme, es no volver a votar hasta que me sienta identificado con lo que alguien defienda.

Me siento una persona de progreso en el buen sentido de la palabra. Rechazo la etiqueta “progre” y a quien se enorgullece de ella, algo tan ridículo como presumir de “pijo”. Abomino de lo políticamente correcto pero también de la grosería y la espontaneidad como excusa para ejercerla. Me molesta que se confundan tradición y caspa y que se dé por hecho que alguien progresista debe repudiar el pasado y abrazar toda innovación por estúpida que sea. No me atrevo a hablar sin titubeos de izquierda y derecha porque la primera no la encuentro por ningún sitio si no es escorada en el extremo y recubierta de marketing y estrategia mediática y porque conozco personas de derechas progresistas y tipos de izquierdas trasnochados, pero sobre todo conozco a gente razonable y también irreflexiva de cualquier ideología.

Así que he decidido que votaré cuando alguien defienda aquello en lo que creo. O por lo menos se aproxime. Creo en el libre mercado pero desprecio la obsesión por el crecimiento que lleva a la desigualdad social. Respeto la iniciativa privada pero defiendo unos servicios públicos fuertes. Creo en la libertad individual pero también en la responsabilidad individual. Aspiro a una sociedad meritocrática en la que exista la igualdad real de oportunidades y en la que todo ciudadano pueda ascender socialmente sin que este progreso se vea condicionado por su situación de partida. Quiero una sociedad en la que la economía sirva sin imponer, la ética personal haga innecesarios los códigos éticos en los partidos; una sociedad en la que la cultura sea un bien social, la enseñanza un pilar básico y el conocimiento un valor apreciado y protegido.

Si conocen algún partido que me sirva, háganmelo saber. Les estaré muy agradecido. 



Agua que llevas mis sueños en tu regazo a la mar (...)

Miguel de Unamuno.



martes, 7 de abril de 2015

Pedagogía y moda (III). Algo más sobre la tertulia dialógica


Clase de Música. 3º de ESO. Siglo XVIII. Estatus social del músico durante el Antiguo Régimen. Haydn en la Corte de los Esterházy. 

1.- Lectura de algunas de las cláusulas del contrato de 1767 firmado por Franz Joseph Haydn al entrar a trabajar como Maestro de Capilla en la Corte de los Esterházy en 1761, entre las que podemos destacar la obligación de componer solo para el Príncipe, preguntarle cada día si deseaba o no audición, cuidar de los instrumentos y las partituras, no salir de Palacio sin permiso, resolver conflictos entre los músicos a su cargo o vestir con librea, distintivo que los nobles hacían llevar a sus criados.

2.- Exposición, por parte de los alumnos, de una valoración personal del texto, explicando qué y por qué les ha llamado la atención, relacionándolo con la situación del músico en la actualidad o con las obligaciones contractuales de otros profesionales y tratando de trabajar la reflexión crítica.

3.- Debate a partir de las distintas intervenciones para generar un intercambio de pareceres sobre las diferencias entre la condición social del músico durante el siglo XVIII y la que tiene en el día de hoy.

4.- Resumen de las diferentes consideraciones y explicación final del profesor.

5.- Opcional. Búsqueda de información sobre distintos tipos de contratos recientes (discográfico o de actuación musical, por ejemplo) y reflexión individual al respecto.


Conclusión: resulta que llevo tiempo practicando la tertulia dialógica. Pero yo lo llamaba de otra forma: dar clase.

lunes, 6 de abril de 2015

Pedagogía y moda (II)




En educación, en creatividad, en innovación, en economía, en sostenibilidad, en responsabilidad social… hoy, en esta sociedad, las directrices parecen marcarlas los “expertos”: psicopedagogós, facilitadores de aprendizaje, coaches, emprendedores, consultores…

Ergo, nuestra sociedad es una sociedad expertpéntica.

Continuará.

miércoles, 1 de abril de 2015

Pedagogía y moda (I)


El Profesor Atticus inaugura una nueva sección sobre noticias (breves) de moda para estar a la última en educación. Hoy, la "tertulia dialógica", el penúltimo grito en innovación educativa. Consiste en organizar tertulias en las que las personas dialogan. Seguimos para bingo.

Continuará.