Me llaman muy amablemente de Navarra Televisión para
preguntarme por lo de Barcelona. Me dicen si puedo atenderles un momento y
quedamos en un rato. Me quedo pensativo dándole vueltas al suceso. ¿No deberían llamar a un psiquiatra? ¿Qué decir? Lo
que cualquiera: que ha sido una tragedia, un horror, terrible. Un profesor ha sido asesinado por un alumno que había entrado al instituto con una ballesta,una pistola de balines y un puñal. A punto estoy de llamar y decir que mejor
no vengan, que no sé qué contarles salvo que lamento mucho lo ocurrido. Después
decido seguir adelante. Al fin y al cabo la víctima es un colega de profesión, todo ha acontecido en un instituto y la gente de
Navarra Televisión siempre ha sido afectuosa conmigo, así que me parece descortés declinar la invitación y dejo el teléfono. Pienso, eso sí, que debo
ser prudente para no vincular el asesinato con la situación de indefensión de
muchos docentes. Un caso aislado. Una situación extrema. Un muchacho con evidentes problemas mentales. Una desgracia. Quiero evitar que alguien pueda pensar que lo
considero consecuencia de un sistema educativo que apenas distingue entre el
buen alumno y el malo, entre el honrado y el deshonesto, el que estudia y el
que copia, el educado y el grosero. Cuando la cámara empieza a grabar, titubeo.
La única manera de comenzar es trasladando mis condolencias a la familia y
amigos del profesor. Lo hago mal, pues recuerdo que mi mujer me había llamado
para dar la noticia una hora antes, impresionada, y soy consciente de que mis
condolencias no tienen más sentido que la simple educación. ¿Qué consuelo
pueden recibir los familiares y amigos de este profesor de Geografía e Historia
que ha dejado a medias su clase sobre los Reyes Católicos para acudir en
auxilio de una compañera herida y recibir el disparo de una ballesta?
Me preguntan sobre la situación en las aulas y hago
lo posible por rechazar posibles connotaciones educativas del crimen. Ni siquiera estoy seguro, medito y
respondo al mismo tiempo, de que lo que ha pasado tenga que ver con nuestro
sistema educativo, aunque debería hacernos reflexionar sosegadamente sobre
muchas cosas: si no estaremos restando importancia a los episodios de indisciplina
y violencia, si realmente es buena idea atrasar cada vez más la madurez de
nuestros alumnos sobreprotegiéndolos y eliminando los obstáculos, si es sensato
el desprecio a la responsabilidad individual y la proclamación de la felicidad narcisista
y autocomplaciente, la felicidad como fin primero y último, confundiendo las
cosas, equivocando los objetivos y los procedimientos. Pero esto no tiene que ver con la enseñanza. Es algo “más global”,
afirmo convencido. Y lo estoy. Una sociedad que no diferencia entre lo que debe
y lo que no debe hacerse, en la que las consecuencias positivas y negativas
están desdibujadas, en la que factores externos y no personales son los que encumbran
o relegan, sin referentes admirables, contagiada de relativismo moral, una
sociedad en la que los políticos necesitan un código ético porque no se fían de
sí mismos, en la que la moral parece supeditada a la ideología y hablar de
mérito y virtud te convierte en un gruñón ultramontano, en la que los alumnos
no tienen límites porque estos no se pueden comprar, porque no se comercializan
como los libros de autoayuda. Sí, la culpa es de la sociedad, la culpa es de
todos.
Y, sin embargo, no soy pesimista. O no quiero serlo.
Me entrevista una chica joven, agradable y educada, muy profesional para la
edad que aparenta, que me pregunta si he dado clase en el instituto “X”, puesto
que ella estudió allí. La recuerdo vagamente, aunque no le pongo nombre, pero
comentamos la situación en los institutos y coincidimos en la necesidad de que
los alumnos se responsabilicen de sus actos, de sus notas, de su
comportamiento. Me dice que sabe que en su centro el ambiente ha empeorado
mucho y que le da pena. Y su pena de alguna forma me alivia porque significa
que sigue habiendo buenos chicos. No buenos en un sentido bobalicón sino buenos
en el sentido de chicos razonables, prudentes y con sentido común. El problema
es que estos chicos pasan desapercibidos en una sociedad en la que el
histerismo, la excentricidad y la ignorancia son a menudo pasaporte para la
fama. Ojalá esto vire y los jóvenes cuerdos, ponderados y luchadores pasen a
ser los apreciados en lugar de los jóvenes Sálvame
Deluxe. Chesterton decía que el optimista cree en los
demás y el pesimista sólo en sí mismo. Yo prefiero ser de los primeros.
Cabal.
ResponderEliminarGracias, Pablo. No sé si lo es, quizás lo más prudente hubiera sido no opinar sobre el tema. En cualquier caso, me preocupa cómo se está enfocando el asunto.
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