jueves, 12 de noviembre de 2020

Siente a un pobre en su pupitre. Tribuna en "El Mundo"

 


Siente a un pobre en su pupitre. Tribuna en "El Mundo"

 

«El futuro de millones de estudiantes en nuestro país depende de la educación pública, que ha sufrido durante años los recortes de la derecha. Este Gobierno trabaja por una escuela extraordinaria que les permita alcanzar sus metas con independencia de sus condiciones de origen», proclamaba recientemente en el Parlamento la peor ministra de Educación de la democracia (y miren que parecía difícil superar a Wert, pero ya dice el refranero que otro vendrá y bueno te hará).


No le falta razón a Celaá cuando asegura que de la educación pública depende el futuro de millones de estudiantes de nuestro país. Hasta podríamos decir que un país depende en gran medida de su educación pública. Y tiene también razón en que «la derecha» ha aplicado recortes con más entusiasmo que Eduardo Manostijeras. Pero, ay, en eso de que «este Gobierno trabaja por una escuela extraordinaria que les permita [a los alumnos] alcanzar sus metas con independencia de sus condiciones de origen», lo mismo tendríamos que recurrir al VAR, siquiera para comprobar si la ministra exteriorizaba mediante algún tic nervioso el enorme cinismo que encierra tal afirmación. O directamente le entraba esa risa floja que le entró cuando alguien le preguntó en rueda de prensa por su etapa docente y respondió que, jijijijí, «hacía ya mucho tiempo de eso».


En realidad, si volviésemos la vista atrás, constataríamos que nuestras ¿leyes? educativas son genéticamente socialistas, aunque todos los demás partidos las hayan asumido como propias, añadiendo solamente matices ideológico-folclóricos para que piense el incauto que defienden algo distinto cada uno -pero no cuela: LOGSE, LOE, LOMCE, LOMLOE… El mismo perro, con distinto collar. Así, desde el año 90, el PSOE lleva haciendo en la enseñanza exactamente lo contrario de lo que viene predicando. Y desprestigiar y desarmar la educación pública está feo si lo hace un conservador, pero que lo haga alguien que se dice progresista resulta desolador.


Pero no quiero que parezca que culpo a unos y exculpo a otros. Creo que es un error achacar a nadie en concreto la oscura intención (oscura de tenebrosa, no de confusa o ambigua) de idiotizar a la sociedad, pues parece probado que la clase política, sin excepciones, se encuentra cómoda en su continuada y ya tradicional labor de demolición de la enseñanza o, en el mejor de los casos, en la pasiva e indiferente observación de su ocaso. Pero, a pesar de que entre quienes dicen que nos gobiernan ya no quedan garantes de la escuela como ascensor social, la renuncia a esta aspiración por parte de un partido que ostenta la presidencia del país (junto con otro partido, también supuesto defensor de la clase trabajadora), y que incluye entre sus siglas la O de obrero, es algo que debería analizarse con detenimiento. No preguntaré, como Vargas Llosa, «en qué momento se jodió el Perú», sino «en qué momento el partido obrero dejó de defender al obrero», que seguramente coincidirá con el momento en el que la izquierda empezó a sentirse incómoda con palabras como esfuerzo, responsabilidad individual o exigencia, como si estas tres cualidades no fueran (aún) más esenciales para el pobre que para el rico.


Digamos con rotundidad a la ministra que ni siquiera en estos tiempos de emergencia, de pandemia, de necesidad, ha invertido en la enseñanza pública de manera decidida, honesta y racional (no, ministra, los ordenadores no cuentan como inversión racional). Digámosle que no disponemos de una «escuela extraordinaria» sino más bien ordinaria, corriente, vulgar… Y todo ello a pesar del esfuerzo de muchos profesores (no toda la Galia está ocupada) que no se escudan en las adversas circunstancias o en el ninguneo de la Administración para dejar de desempeñar su labor con tesón y seriedad, a pie de aula, día a día, y a pesar de que todavía quedan (porque quedan, y hasta brillan) alumnos esforzados (habitualmente con familias comprometidas detrás) que se resisten a ser enterrados en la mediocridad.


Digámosle, sobre todo, que una escuela que no antepone el conocimiento a todo lo demás, jamás servirá de ascensor social ni compensará desigualdades de partida. Digámosle que si contara con los profesores antes de tomar decisiones, y no con los gurús y supuestos expertos educativos que no han pasado ni un rato pequeño en una clase, esas decisiones serían mucho menos disparatadas. Digámosle que nuestros alumnos son mucho más capaces de lo que ella piensa, si se les trata como personas inteligentes y se les exige en la medida de sus posibilidades, si se es ambicioso y, como dijo Rubén Darío, se tiende hacia la altura, si se apuesta por el rigor y no por la compasión, por enseñar y no por entretener, por formar y no por custodiar.


Digámosle que si la escuela no procura cultura y saber, sólo los ricos podrán encontrarlo en otra parte, mientras los pobres quedarán relegados, lamentándose, no de la brecha digital, sino de la brecha cultural (y ni siquiera esa felicidad de saldo que algunos les prometen les consolará). Digámosle que la mejor manera de mejorar esta sociedad es mejorando la escuela y que una sociedad que no garantiza la igualdad de oportunidades (oportunidades de saber, no de estar) no es una sociedad sana, ni justa ni ejemplar. Digámosle que una ciudadanía iletrada no podrá ser crítica, ni empática, ni creativa, ni sensible, ni solidaria. Y digámosle, de paso, que dimita. ¿Que por qué ha de dimitir? Por mentir. Y por gestionar de forma hipócrita un Ministerio tan importante como el de Educación. Por alardear de defender al pobre y abocarlo, en la práctica, a la ignorancia.


Siente a un pobre en su mesa, rezaba la campaña publicitaria franquista que sirvió al genial Berlanga para el argumento de Plácido. Al igual que en Plácido se apelaba a la caridad cristiana, pero se perseguía limpiar las conciencias burguesas mediante la subasta caritativa de las Cocinas Cocinex (una especie de telemaratón en el que familias pudientes acogían a un indigente para la cena de Nochebuena), Celaá parece estar sugiriéndonos a los profesores que sentemos a un pobre en el pupitre. Y que le llenemos el estómago con aprobados y títulos. Conocimientos, mejor no, no sea que cuando el alumno pobre haya recibido su título o superado el curso (con todas las asignaturas suspendidas, si es necesario), se dé cuenta de que todo esto no es más que una eficaz, pero perversa, campaña de marketing.

 

Alberto Royo es profesor de Música en el IES Tierra Estella. Autor de: Contra la nueva educación (2016), La sociedad gaseosa (2017) y Cuaderno de un profesor (2019), todos ellos publicados por Plataforma Editorial.

Entrevista en La Razón

 

Entrevista en el periódico La Razón. Puede leerse aquí