Siente a un pobre en su pupitre. Tribuna
en "El Mundo"
«El futuro de
millones de estudiantes en nuestro país depende de la educación pública, que ha
sufrido durante años los recortes de la derecha. Este Gobierno trabaja por una
escuela extraordinaria que les permita alcanzar sus metas con independencia de
sus condiciones de origen», proclamaba recientemente en el Parlamento la peor
ministra de Educación de la democracia (y miren que parecía difícil superar a
Wert, pero ya dice el refranero que otro vendrá y bueno te hará).
No le falta razón a Celaá
cuando asegura que de la educación pública depende el futuro de millones de
estudiantes de nuestro país. Hasta podríamos decir que un país depende en gran
medida de su educación pública. Y tiene también razón en que «la derecha» ha
aplicado recortes con más entusiasmo que Eduardo Manostijeras. Pero, ay, en eso
de que «este Gobierno trabaja por una escuela extraordinaria que les permita [a
los alumnos] alcanzar sus metas con independencia de sus condiciones de
origen», lo mismo tendríamos que recurrir al VAR, siquiera para comprobar si la
ministra exteriorizaba mediante algún tic nervioso el enorme
cinismo que encierra tal afirmación. O directamente le entraba esa risa floja
que le entró cuando alguien le preguntó en rueda de prensa por su etapa docente
y respondió que, jijijijí, «hacía ya mucho tiempo de eso».
En realidad, si volviésemos
la vista atrás, constataríamos que nuestras ¿leyes? educativas son
genéticamente socialistas, aunque todos los demás partidos las hayan asumido
como propias, añadiendo solamente matices ideológico-folclóricos para que
piense el incauto que defienden algo distinto cada uno -pero no cuela: LOGSE,
LOE, LOMCE, LOMLOE… El mismo perro, con distinto collar. Así, desde
el año 90, el PSOE lleva haciendo en la enseñanza exactamente lo contrario de
lo que viene predicando. Y desprestigiar y desarmar la educación pública está
feo si lo hace un conservador, pero que lo haga alguien que se dice progresista
resulta desolador.
Pero no quiero que parezca
que culpo a unos y exculpo a otros. Creo que es un error achacar a nadie en
concreto la oscura intención (oscura de tenebrosa, no de confusa o ambigua) de
idiotizar a la sociedad, pues parece probado que la clase política, sin
excepciones, se encuentra cómoda en su continuada y ya tradicional labor de
demolición de la enseñanza o, en el mejor de los casos, en la pasiva e
indiferente observación de su ocaso. Pero, a pesar de que entre quienes dicen
que nos gobiernan ya no quedan garantes de la escuela como ascensor social, la
renuncia a esta aspiración por parte de un partido que ostenta la presidencia
del país (junto con otro partido, también supuesto defensor de la clase
trabajadora), y que incluye entre sus siglas la O de obrero,
es algo que debería analizarse con detenimiento. No preguntaré, como Vargas
Llosa, «en qué momento se jodió el Perú», sino «en qué momento el partido
obrero dejó de defender al obrero», que seguramente coincidirá con el momento
en el que la izquierda empezó a sentirse incómoda con palabras como esfuerzo,
responsabilidad individual o exigencia, como si estas tres cualidades no fueran
(aún) más esenciales para el pobre que para el rico.
Digamos con rotundidad a la
ministra que ni siquiera en estos tiempos de emergencia, de pandemia, de
necesidad, ha invertido en la enseñanza pública de manera decidida, honesta y
racional (no, ministra, los ordenadores no cuentan como inversión racional).
Digámosle que no disponemos de una «escuela extraordinaria» sino más bien
ordinaria, corriente, vulgar… Y todo ello a pesar del esfuerzo de muchos
profesores (no toda la Galia está ocupada) que no se escudan en las adversas
circunstancias o en el ninguneo de la Administración para dejar de desempeñar
su labor con tesón y seriedad, a pie de aula, día a día, y a pesar de que
todavía quedan (porque quedan, y hasta brillan) alumnos esforzados
(habitualmente con familias comprometidas detrás) que se resisten a ser
enterrados en la mediocridad.
Digámosle, sobre todo, que
una escuela que no antepone el conocimiento a todo lo demás, jamás servirá de
ascensor social ni compensará desigualdades de partida. Digámosle que si
contara con los profesores antes de tomar decisiones, y no con los gurús y
supuestos expertos educativos que no han pasado ni un rato pequeño en una clase,
esas decisiones serían mucho menos disparatadas. Digámosle que nuestros alumnos
son mucho más capaces de lo que ella piensa, si se les trata como personas
inteligentes y se les exige en la medida de sus posibilidades, si se es
ambicioso y, como dijo Rubén Darío, se tiende hacia la altura, si se apuesta
por el rigor y no por la compasión, por enseñar y no por entretener, por formar
y no por custodiar.
Digámosle que si la escuela
no procura cultura y saber, sólo los ricos podrán encontrarlo en otra parte, mientras
los pobres quedarán relegados, lamentándose, no de la brecha digital, sino de
la brecha cultural (y ni siquiera esa felicidad de saldo que algunos les
prometen les consolará). Digámosle que la mejor manera de mejorar esta sociedad
es mejorando la escuela y que una sociedad que no garantiza la igualdad de
oportunidades (oportunidades de saber, no de estar) no
es una sociedad sana, ni justa ni ejemplar. Digámosle que una ciudadanía
iletrada no podrá ser crítica, ni empática, ni creativa, ni sensible, ni
solidaria. Y digámosle, de paso, que dimita. ¿Que por qué ha de dimitir? Por
mentir. Y por gestionar de forma hipócrita un Ministerio tan importante como el
de Educación. Por alardear de defender al pobre y abocarlo, en la práctica, a
la ignorancia.
Siente a un pobre en su
mesa, rezaba la campaña
publicitaria franquista que sirvió al genial Berlanga para el argumento
de Plácido. Al igual que en Plácido se apelaba a
la caridad cristiana, pero se perseguía limpiar las conciencias burguesas
mediante la subasta caritativa de las Cocinas Cocinex (una especie de
telemaratón en el que familias pudientes acogían a un indigente para la cena de
Nochebuena), Celaá parece estar sugiriéndonos a los profesores que sentemos a
un pobre en el pupitre. Y que le llenemos el estómago con aprobados y títulos.
Conocimientos, mejor no, no sea que cuando el alumno pobre haya recibido su
título o superado el curso (con todas las asignaturas suspendidas, si es
necesario), se dé cuenta de que todo esto no es más que una eficaz, pero
perversa, campaña de marketing.
Alberto Royo es profesor de Música en el IES Tierra Estella. Autor de: Contra la nueva educación (2016), La sociedad gaseosa (2017) y Cuaderno de un profesor (2019), todos ellos publicados por Plataforma Editorial.