Es un honor que Javier Orrico, uno de los grandes adalides de la lucha por una verdadera instrucción pública, haya reseñado mis dos ensayos.
Desde aquí, mi agradecimiento a Javier por haber leído y comentado estos libros en los que tantas energías he volcado. Que personas como él respalden lo que uno defiende es, sin duda, motivo más que suficiente para continuar en la lucha. Dice Javier Orrico:
Alberto Royo, profesor de instituto –antiguo y
nobilísimo oficio, hoy en extinción- de Música y reconocido concertista de
guitarra, publicó en 2016 su libro “Contra la nueva educación” ,
que tuvo una excelente acogida y dio lugar a un segundo, “La sociedad gaseosa” ,
en el que sitúa el desastre educativo de los últimos treinta años en el
contexto de liquidación de “todo lo que era sólido” (Antonio Muñoz Molina) que
nos había traído la posmodernidad.
¿Qué era esa nueva educación a la que se enfrentaba Royo,
harto del despliegue de santurronería e ignorancia por el que se deslizaban sin
remedio los medios de comunicación, las administraciones y los políticos
ansiosos de hacerse fotos (excusen la redundancia) con los nuevos gurús
pedagócratas?
Esencialmente, una promesa de felicidad. Y ante eso, Royo, y
con él, todos los que alguna vez creyeron en el poder de la instrucción y la
cultura, y en el esfuerzo virtuoso para alcanzarlos (es decir, todos los que
acaso dudaban del contenido problemático de la felicidad, pero sí sabían del
contento profundo de un hombre que se ha hecho mejor a sí mismo gracias al
estudio), se convirtieron, nos convertimos, en cadáveres, muertos en vida, eso
que ahora, no por casualidad, la era del vacío ha puesto tan de moda: los
zombies.
La razón de Alberto, la defensa de la
satisfacción pospuesta que da lograr, gracias al sacrificio y al trabajo, el
dominio de una disciplina, no podrá competir jamás con los nuevos maestros de
primaria salidos de las facultades de Felicidad Inmediata -cuyas ideas ya han
conquistado también los institutos de enseñanzas medias, y hasta la
universidad-, como César Bona, el autor de “La nueva educación”,
que es el actual texto sagrado de la eternamente renacida, y ya más que
antigua, renovación pedagógica. Más incluso: he escrito “la razón” de Alberto, y
ese es otro camino cegado, pues ya no es la razón la que ha de imperar en las
aulas, sino la emoción.
En efecto, el fin de la enseñanza (que por eso ya no se llama
así, sino educación) no es hoy la instrucción y la aplicación de la razón al
conocimiento de las humanidades y las ciencias. Ya no se trata, pues, de
transmitir nuestra cultura, miles de años de conocimientos acumulados en la
lucha por entender el mundo y entendernos en él, sino de educar las emociones
para que conduzcan al niño y al joven a un estado de beatitud que le permita
discurrir por la vida sabiendo hacer cosas, pero sin preguntarse por ellas,
competente y feliz.
Así estarán dispuestos para vivir en un mundo sin
contradicciones, sin adversidad, sin dolor, sin crueldad, sin cuentos donde
haya malos que se comen a los niños (los únicos malvados serán los aficionados
a los Toros), ni relatos donde los hombres deban tomar decisiones morales. Un
mundo donde nadie se hará preguntas ni se dedicará a actividades inútiles como
la poesía, la música o la física teórica. Un mundo donde todo será aplicable,
práctico, productivo, útil. Un mundo donde todos tendrán enormes talentos
naturales que no habrán tenido que cultivar. El regreso de Adán al
nuevo Paraíso bajo la plena protección de la APP de Dios.
Por supuesto, nadie les habrá contrariado nunca; nadie los
habrá fortalecido ni entrenado ni preparado para enfrentarse al dolor o la
crueldad de la vida. Ya no habrá profesores. Ya no puede haber, ya no hay: sólo
acompañantes emocionales, mediadores hacia un conocimiento que el alumno
construye solo, protagonista único de su propio aprendizaje. Así hablan
en la nueva educación. Hay colegios de infantil donde a los niños
los llevan con sus pijamas, batas y zapatillas para que no noten el cambio de
su casa a la escuela.
Nadie tampoco les dirá ya nunca que si no practican la
guitarra durante horas, la guitarra no suena. Se trata de que no aspiren nunca
más a morder la manzana. A conocer. De que permanezcan para siempre en el
estado de naturaleza del que nunca debieron apartarse. De que jamás vuelvan a
soñar con la emancipación.
Y para ello, los nuevos ángeles a los que Alberto se
enfrenta en estos libros en singular combate, los predicadores de la nueva
educación emocional y en valores, los youtuber y los influencer y
los bilingual y los psicopedas adaptadores y los comisarios
lingüísticos y los políticamente correctos y los policías al servicio de la
nueva diversidad y los ludotontos y los ticnólogos y los didactas y los
inspectores estandaristas y los políticos ineptos, en fin, todos los
charlatanes del nuevo Paradiso, regido finalmente por una ingente Burocracia
Iluminada, les alimentarán cada día a través de las pantallas con sus
constantes innovaciones, destinadas a mantenerlos en el aletargamiento feliz.
Sin responsabilidad. Sin culpa.
Eso es lo que Royo ha nombrado como la
sociedad gaseosa. En la línea de Bauman y su “modernidad
líquida”, y del ya citado Muñoz Molina, nos pone con sus dos
libros delante de un dilema, que, sin embargo, me parece sólo aparente: ¿Es la
“nueva educación” el lógico correlato de la sociedad que hemos creado o es la
“nueva educación” la que la está creando? No me cabe duda de que el crecimiento
de los populismos en España, el nacionalismo el primero, se han originado sobre
el vacío de una enseñanza que ya no enseña. ¿Cómo podría nadie, conociendo su
historia, sumarse a la repetición de los horrores del siglo XX?
Es ahí, sobre el gas letal de la falta de toda referencia
verdadera, donde han crecido los profetas que vienen a ofrecer las religiones
sustitutas. Las que han dejado sin defensas a buena parte de nuestra juventud
y, sobre todo, han extirpado la jerarquía de la verdad sobre la mentira, del
saber sobre la ignorancia, de los hechos sobre las emociones, abriendo las
puertas en plenitud a la manipulación y a esta nueva sociedad gaseosa y gaseada
(y ga-sedada), donde los gaseadores, los charlatanes de la felicidad, como
siempre, verán crecer sus rentas mientras trabajan para que las masas nunca
dejen de serlo.
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