En el número 759 (septiembre-octubre de 2016) de la revista de
opinión y cultura El
ciervo, se publicó un texto mío titulado En contra de un pacto
educativo. En defensa del conocimiento. Puesto que ayer era noticia que el
PSOE ha roto las negociaciones, lo transcribo a continuación, por si fuera de
interés. Decía así:
Ya sé yo que titular de esta manera un
artículo no es la mejor estrategia para quedar bien. Pero a estas alturas uno
ya tiene más que decidido decir lo que piensa (aunque piense bien lo que dice),
antes que lo que pueda procurarle
aplausos o alabanzas.
Me ocurre de un tiempo a esta parte
que cada vez que leo una nueva propuesta pedagógica, una nueva receta milagrosa
para salvar lo que queda de nuestro sistema público de enseñanza (desgraciada
circunstancia que hay quien aprovecha para reclamar sin ninguna compasión la
aplicación de la eutanasia), no soy capaz de encontrar siquiera un atisbo de
sensatez. Al contrario, me planteo dos posibilidades: o bien el autor de la
penúltima innovación es un extraterrestre, o bien lo soy yo (y no tengo todavía
una conclusión en firme al respecto). Por eso cuando se habla de la necesidad
de un pacto me pongo nervioso. No es que no quiera que los partidos políticos
se pongan de acuerdo, no. Lo que me preocupa es que no haya un solo partido,
viejo o nuevo, que apueste sin ambigüedades por el valor más sólido que tenemos:
el conocimiento. Es cierto que muchos hablan de valores, pero se refieren a los
suyos, dependiendo de la ideología o la moda. Valores religiosos, valores new-age,
valores neocapitalistas, valores progre-tontainas, valores ecologistas, valores
veganos, valores creativos, valores empático-emocionales...
Todos, por distintas vías, han terminado por despojar a nuestra enseñanza
pública de su principal aspiración, la más noble y las más necesaria:
proporcionar a nuestros alumnos los conocimientos que la mayoría de ellos no
podrán adquirir fuera para garantizar que todos tengan las mismas oportunidades
de ascenso social, sin otro condicionante que su propio empeño. No es momento
de recordar lo que el PSOE ha hecho con la educación en este país, ni tampoco lo
que el PP ha perpetrado (tan reprobable como lo que ha podido y no ha querido
hacer). Si los socialistas confundieron igualdad de oportunidades con igualdad
de resultados, los populares han confundido éxito escolar y éxito estadístico,
entre otros muchos errores (y algunos han sido, como en el tenis, errores “no
forzados”). Del igualitarismo minimalista hemos pasado a la enseñanza de la
Señorita Pepis. Mientras, los partidos más jóvenes abogan (unos) por vincular
economía y educación e imponer el inglés como lengua vehicular, y (otros) por
la inteligencia emocional y la supresión por ley de los deberes -no es broma-.
Hubo una vez un partido que tuvo la osadía de elaborar un programa educativo digno.
Este programa duró poco y el partido pronto incorporó los mismos tics y dogmas
pedagocráticos de los demás.
Después de estas consideraciones,
¿sería bueno un pacto educativo? Lo dudo. Pactar algo entre partidos que no se
atreven a situar el conocimiento en lugar preeminente a la hora de concretar la
finalidad de la escuela no deja de ser un ejercicio de futilidad y además, seamos
serios, ya existe un acuerdo (tácito) para dejar hecha unos zorros nuestra querida
(por algunos, al menos) enseñanza pública. Por eso pido a los partidos
políticos que no pacten (o que no hagan oficial ese pacto silencioso) sin antes
haber resuelto las incógnitas esenciales: ¿Qué queremos del sistema educativo?
¿A qué modelo de ciudadano aspiramos? ¿Importa saber? Pregúntennos a nosotros. Confíen
en los docentes y menos en esos a los que ustedes denominan “expertos” pero no
lo son (los speakers, coaches, consultores, emprendedores sociales y pedañoños de turno). Recurran a la evidencia
de quien ha podido contrastar en el aula lo que ha imaginado fuera de ella.
Tengan certezas, porque siguen siendo indispensables. Entiendan que apostar por
el conocimiento no implica dejar de lado los valores ni conlleva despreciar las
emociones. Por dos razones: primera, porque no se puede enseñar sin emoción; y,
segunda, porque el conocimiento es en sí mismo enriquecedor y apasionante.
¿Importa el conocimiento? ¿Pensamos que una persona con cultura y formación
estará en mejores condiciones que un ignorante para desarrollar el espíritu
crítico, ser creativa, tener habilidades sociales...? Si es así, enseñemos
historia, literatura, música... y defendamos aquellos valores que los adultos
consideramos estimables como el esfuerzo, el gusto por el trabajo bien hecho,
el afán de superación… y reivindiquemos los hábitos indispensables para todo
aprendizaje. No pretendamos enseñarles creatividad; enseñémosles a ser
creativos a través de nuestra materia. No queramos fomentar en ellos el
espíritu crítico sin conocimientos porque es absurdo. No intentemos innovar sin
conocer a fondo aquello sobre la que queremos innovar porque innovación sin
conocimiento no es innovación sino excentricidad. No impartamos asignaturas de
educación emocional; la alta cultura ya favorece las habilidades sociales y la
empatía. Seamos precisos con el lenguaje (“el andamiaje del pensamiento”, como lo llamaba Lázaro
Carreter) y evitemos decir que aprender es divertido porque no siempre lo es.
Aprender es, desde luego,
estimulante, pero requiere un sacrificio, a veces no resulta placentero y sus
frutos no suelen recogerse de inmediato. Encuentro primordial esta puntualización porque en este error de
concepto se encuentra el origen de muchos de los problemas que tenemos en la
enseñanza. Don Miguel de Unamuno lo explicó en su momento con innegable lucidez
cuando afirmó que el alumno que quiere aprender jugando acaba jugando a
aprender y el maestro que le enseña jugando termina jugando a enseñar. A nuestros alumnos (a nuestros hijos) debemos inculcarles
que aprender es un reto, pero también tenemos la obligación moral de no
engañarles y hacerles ver que no hay aprendizaje sin esfuerzo. El desafío es hermoso
porque, aunque no todos tenemos la misma capacidad intelectual, a nadie niega
la naturaleza la capacidad de perseverar para tratar de alcanzar sus metas. Es
verdad que el menos dotado (como el más pobre) siempre necesitará poner más de
su parte, pero esto es tan injusto como inevitable.
Confiemos pues en el conocimiento,
en que este nos hace más libres, más sociables, menos manipulables. Y no lo
devaluemos. Aceptemos que no es gratis, que no puede serlo, que hay que pagar
un precio: el de la voluntad y el interés por acceder a él.
Alberto Royo
es Licenciado en Historia y Ciencias de la Música, Titulado Superior en
Guitarra Clásica, Profesor de Secundaria y autor de “Contra la nueva educación.
Por una enseñanza basada en el conocimiento” (Plataforma Editorial. 2016).
"A nuestros alumnos (a nuestros hijos) debemos inculcarles que aprender es un reto, pero también tenemos la obligación moral de no engañarles y hacerles ver que no hay aprendizaje sin esfuerzo". Con esto, que son tus palabras, queda todo dicho, Alberto.
ResponderEliminarGracias, Charo. Me alegro de verte por aquí. Un abrazo.
EliminarAlberto, como se deduce de tu artículo, sabes muy bien que todos los partidos (dejando aparte los inconfesables fines de control político o conveniencia económica que, el que más el que menos, todos llevan en su agenda oculta), en su catecismo puramente educativo, han optado por la vana pirotecnia verbal de la innovación, por lo tanto, es desalentador el lugar que parecen reservarle al conocimiento, que es el que ya tiene o incluso peor. Creo que el pacto va a consistir en esto: limar los aspectos más controvertidos de la LOMCE (entre los que están todas sus mejores propuestas, que algunas tenía), inyectar toneladas de felicidad y emociones (que quedan muy bien en la "tele") y dejar las cosas más o menos como estaban. Está claro que cuando los partidos agitan las aguas de la educación lo hacen por demagogia, a ellos les va muy bien como está, porque cada uno tiene amarrada alguna parcelita.
ResponderEliminarAsí es, Pablo. Un abrazo.
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