No quiero engañar a nadie. Mi vocación no es la de profesor, sino la de músico. No hay actividad con la que disfrute más que la interpretación de una obra musical en un escenario. Seguro que eso, para muchos fanáticos de la vocación, sería motivo de inmediata excomunión pedagógica. No solo la acepto gustoso, sino que me adelanto y apostato pues, como la mayoría de las personas que conozco, docentes o no, que han accedido a la función pública, decidí opositar a la enseñanza para conseguir una estabilidad económica y laboral, pese a lo cual siempre he intentado desarrollar mi labor de la mejor manera y con el máximo compromiso. También debo reconocer que pronto descubrí que el ejercicio de este oficio amparaba mis aspiraciones de ser útil a la sociedad de la que formo parte y que he podido disfrutar de situaciones enriquecedoras a nivel personal. He conocido y conozco a grandes profesionales (también a malos) de los que he aprendido mucho, como he tenido buenos y malos alumnos. Ni todos los buenos profesionales eran vocacionales ni todos los buenos alumnos pensaban solo en estudiar. Lo he dicho en otras ocasiones y lo repito: a un docente se le debe exigir profesionalidad, no vocación. Si tiene la suerte de poseer ambas, tanto mejor para él. Pero luego, como en todo, vienen los matices. Un profesor puede no haber soñado desde niño con serlo y encontrar en la docencia una actividad con la que se identifica. Otro puede haber querido dedicarse desde siempre a la enseñanza y darse cuenta de que no es lo suyo. Recuerdo haber afirmado, años atrás, que mi compromiso con los alumnos tenía que ver con la intención de emprender (nada que ver con el emprendimiento con que hoy nos atosigan) una especie de "cruzada cultural", aportando mi granito de arena al conocimiento del amplio legado musical de que disponemos y que los chavales más jóvenes (y, por desgracia, muchos adultos) desprecian, muchas veces por puro desconocimiento. Pero hay algo más, aparte de esa necesidad de defender una disciplina tan apasionante para mí, que refuerza el convencimiento de que hice bien guiando mi trayectoria profesional por estos derroteros: la certeza de que la música, como el arte, como la literatura, como la filosofía, como tantas otras materias, son imprescindibles para la formación de las personas, para la formación de buenas personas, no en un sentido roussoniano sino en el sentido de la búsqueda de la virtud, de la manera en que el maestro puede contribuir al crecimiento de su discípulo a través del conocimiento.
No es nada sencillo mantener estas certezas. Cuando uno se detiene a reflexionar sobre los tiempos que nos está tocando vivir, no puede evitar vacilar y pensar que puede ser cierto eso que antes se decía tan a menudo de que la escuela es reflejo de la sociedad. Y lo que la sociedad demanda hoy no tiene que ver con el disfrute de un concierto, una exposición o una obra de teatro. Y no es la sociedad la que así lo ha decidido. O no lo parece. Son los poderosos los que marcan, ahora y siempre, las directrices, los que deciden qué quiere la sociedad y qué no. Y así, asesorados patrocinados por pseudoexpertos y filántropos como (Don) Emilio Botín, se están trasplantando las obsesiones posmodernas a la educación: el plurilingüismo (una auténtica estafa social, un timo en todo regla), la robótica ("la robótica educativa ayuda a los alumnos a razonar; eso vale para Informática y para Filosofía", leía perplejo hace unos días), la educación emocional (la ingeniería social del PSOE pasada por el tamiz neoliberal en un totum revolutum inenarrable), la educación financiera (si "los que saben" -ya saben, la OCDE y tal- dicen que esto es lo que importa, no hay más que hablar), la programación de software ("aprenda a programar sin saber escribir"). Disparate tras disparate. Si uno no creyera en la función social de la educación pública, seguramente optaría por dedicarse a otra cosa. Sin embargo, todavía no he caído en el ateísmo (en el agnosticismo, a veces, sí) y la relevancia de nuestra profesión nos obliga a todos los que seguimos creyendo que esto no es como debería ser a denunciar, rechazar y confrontar todos estos despropósitos que auguran un futuro nada halagüeño para nuestro oficio y, sobre todo, para nuestros alumnos.
No es nada sencillo mantener estas certezas. Cuando uno se detiene a reflexionar sobre los tiempos que nos está tocando vivir, no puede evitar vacilar y pensar que puede ser cierto eso que antes se decía tan a menudo de que la escuela es reflejo de la sociedad. Y lo que la sociedad demanda hoy no tiene que ver con el disfrute de un concierto, una exposición o una obra de teatro. Y no es la sociedad la que así lo ha decidido. O no lo parece. Son los poderosos los que marcan, ahora y siempre, las directrices, los que deciden qué quiere la sociedad y qué no. Y así, asesorados patrocinados por pseudoexpertos y filántropos como (Don) Emilio Botín, se están trasplantando las obsesiones posmodernas a la educación: el plurilingüismo (una auténtica estafa social, un timo en todo regla), la robótica ("la robótica educativa ayuda a los alumnos a razonar; eso vale para Informática y para Filosofía", leía perplejo hace unos días), la educación emocional (la ingeniería social del PSOE pasada por el tamiz neoliberal en un totum revolutum inenarrable), la educación financiera (si "los que saben" -ya saben, la OCDE y tal- dicen que esto es lo que importa, no hay más que hablar), la programación de software ("aprenda a programar sin saber escribir"). Disparate tras disparate. Si uno no creyera en la función social de la educación pública, seguramente optaría por dedicarse a otra cosa. Sin embargo, todavía no he caído en el ateísmo (en el agnosticismo, a veces, sí) y la relevancia de nuestra profesión nos obliga a todos los que seguimos creyendo que esto no es como debería ser a denunciar, rechazar y confrontar todos estos despropósitos que auguran un futuro nada halagüeño para nuestro oficio y, sobre todo, para nuestros alumnos.
"Seguro que algún día, cansado y aburrido,
encontrarás a alguien de buen parecer,
trabajo de banquero bien retribuido
y tu madre con anteojos volverá a tejer".
encontrarás a alguien de buen parecer,
trabajo de banquero bien retribuido
y tu madre con anteojos volverá a tejer".
(Malos tiempos para la lírica. Golpes Bajos. 1983).
Como el 99'999% de las veces, de acuerdo en todo, Alberto. Puestos a ponernos líricos, como hoy te veo un poco pesimista, te voy a dar una minirración de moral: nos queda la palabra... y la guitarra.
ResponderEliminarGracias, Pablo, también por los ánimos. Esto va a días, como bien sabes. Pero resistiremos. Un abrazo.
ResponderEliminar