Leo en la
prensa que el 87% de los aspirantes a ocupar una plaza de maestro en la
Comunidad de Madrid no aprobó la primera prueba (la de "conocimientos generales") de las últimas oposiciones convocadas. Únicamente el 13%
de los opositores fue capaz de superar un test conformado por preguntas pensadas
para alumnos de doce años.
Los
disparates que pueden encontrarse entre las respuestas (faltas de ortografía como
“veverlo”, “adsequible”, “incapie”, “aprendizage” o “gerarquia”; definiciones
como “escrúpulo: salida del sol” o “disertación: dividir una cosa en partes más
pequeñas”; ubicaciones geográficas como “el Duero, Ebro y Guadalquivir pasan
por Madrid” o “Albacete, Ciudad Real y Badajoz son provincias andaluzas”; clasificación
de animales como el caracol como "crustáceo"…), los disparates, digo, son
anecdóticos, pues todos podemos cometer un error de bulto en un momento
determinado o tener un lapsus, más en una situación de tensión como es una
oposición. Lo grave, y lo que debe hacernos reflexionar, es el porcentaje tan exiguo
de maestros que aprobaron un examen que, objetivamente, planteaba tan pocas
dificultades.
Las excusas
sindicales, tras la divulgación de semejante cuadro, son rocambolescas. “No
justificamos que un maestro tenga faltas de ortografía, pero hay conocimientos
que no se adquieren en Secundaria y que el docente no vuelve a ver en la
carrera de Magisterio por lo que puede olvidar, como cualquier titulado, el
recorrido de un río”, afirmaban desde una organización sindical de cuyo nombre
no quiero acordarme. Hombre, es cierto que se puede olvidar el recorrido de un
río, pero también que un maestro de Primaria cuyo objetivo es entrar en la
función pública debe conocer, porque está opositando y no viendo en el sofá de
su casa el Pasapalabra, que “extasiar”
no significa “agobiar a alguien”. “La prueba de conocimiento”, lamentaban desde
otro sindicato cuyas siglas no vienen al caso (o sí vienen pero, por discreción,
mejor no citarlas tampoco) “se fijó apenas cinco meses antes de las oposiciones
y con un temario muy amplio”. Sin comentarios. “Imaginábamos”, añadían, “que
iban a sacar esta información como arma arrojadiza”. Desde luego, el análisis
de los resultados es un arma, pero de destrucción masiva. Ahora bien, lo inquietante
de este asunto no es su difusión (faltaría más) sino el hecho de que desde determinados
sectores se esté apostando por ocultar la porquería debajo de la alfombra, justificando
lo injustificable, en lugar de hacer autocrítica y buscar soluciones para
mejorar una situación que asusta.
Creo que la inevitable reflexión debe llevarnos a extraer
conclusiones o, mejor dicho, a que nuestros políticos y muchos de los
representantes sindicales lleguen a las mismas conclusiones a las que algunos
hace ya tiempo que llegamos.
Primera: Un docente necesita, antes que herramientas
pedagógicas, conocimientos, sin los cuales será imposible transmitir a sus
alumnos los saberes que estos necesitan aprender. ¿Qué más da que
pedagógicamente uno sea un figura de lo más creativo, motivador y amigable si
no sabe que el caracol es un molusco y que Badajoz está en Extremadura? O lo que es
lo mismo: el axioma según el cual lo importante no es “qué” enseñar sino “cómo
enseñar” es una falacia. Si no tenemos "qué" enseñar, "cómo" lo hagamos no tendrá la
menor importancia, a no ser que nos dé igual que nuestros alumnos escriban “gerarquia”
en lugar de “jerarquía”.
Segunda: Todo aquel que ejerce la enseñanza debe tener una formación académica
muy por encima del nivel que tiene que impartir en clase. Argumentar que para
enseñar en Primaria basta un nivel de Primaria o para enseñar en Secundaria un
nivel de Secundaria es atroz. Cuanto mayor sea la preparación académica e
intelectual del profesor, más garantías habrá de que su trabajo resulte eficaz.
Tercera: No hay nada más perjudicial que el fomento de
la mediocridad. Es este un virus que se propaga con extrema rapidez y, una vez
lo ha hecho, no resulta nada sencillo detenerlo. El antídoto, en cualquier
caso, no es otro que la exigencia llevada a todos los aspectos de nuestra colectividad,
algo harto difícil si nos fijamos en la capacidad intelectual de quienes
promocionan socialmente hoy día (son paradigmáticos los casos de los políticos
y los ídolos de la televisión).
Cuarta: Rechazar el elitismo es la mejor manera de
convertir nuestra sociedad en una sociedad vulgar, lleno de inútiles útiles
para quienes manejan los hilos, a los que seguirán sin el menor espíritu
crítico o, adocenados por la estupidez, dejarán hacer.
El elitismo como objetivo es imprescindible si lo que queremos es progreso y
no degradación. Mientras la casta política, en su continuo y perseverante ejercicio
de la contradicción, habla de talento (la estadística y economicista LOMCE de
nuestro inefable ministro Wert expone: “todos los alumnos tienen un sueño,
todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son
lo más valioso que tenemos como país (…) El reto de una sociedad democrática es
crear las condiciones para que todos los alumnos puedan adquirir y expresar sus
talentos”), sus actuaciones imponen la dictadura de la mediocridad y la marginación del talento. Un elitismo
bien entendido favorecería el ascenso de los mejores, en función, no de la
clase social de la que procedieran sino de su mérito, de su talento, de su
esfuerzo. Pero esto no es lo que interesa a la clase política, más preocupada
en mantener sus privilegios y reducir al mínimo la capacidad de réplica que de
mejorar efectivamente nuestra sociedad. Y mucho me temo que tampoco la sociedad
se lo exige con la contundencia que debería.
Quinta: Siempre hay una
excepción que confirma la regla y, en este caso, entre el habitual afán de los
políticos por aborregar al ciudadano, nos encontramos con un remanso de sentido
común: la Comunidad de Madrid, entendiendo algo tan fácil de entender como que
el peso de los exámenes en una oposición no puede ser (como era hasta ahora) del
36,1%, por un 46,8% que contaba la antigüedad y un 16,1% "otros méritos", ha
decidido que, a partir de la entrada en vigor de un inminente decreto, la nota del examen
supondrá un 80% del total de la calificación final, la experiencia docente un 15% y “otros méritos” el 5% restante . Pero como de
los políticos uno no puede esperar dos ejemplos seguidos de sensatez, la
Consejería de Educación madrileña ya ha caído en las redes del gran axioma psicopedagógico:
“el principal fallo está en la formación de los docentes en las facultades”. ¿O se estará pensando en la Consejería en la escasa formación que se imparte en las facultades de
pedagogía, en cuyo caso podríamos estar de acuerdo? No lo creo. Se referirá, como siempre, a la supuesta falta de formación pedagógica de los docentes. Sin embargo, quiero
recordar que lo que los aspirantes a maestro no han sabido responder son preguntas
de conocimientos generales, luego no han suspendido una prueba en la que se les
exigiera la demostración de estrategia didáctica alguna. Por lo tanto, ¿no
estará el problema en el despiste generalizado (despiste, en el mejor de los casos, quizás sea algo peor)
de las altas instancias (políticas y educativas -en el sentido directivo: inspección,
por ejemplo- a la que se suman los sindicatos tradicionales y los ideólogos,
visionarios y demás especies de la neopedagogía) en relación con lo que es
imprescindible que un docente sepa y aquello que no lo es?
Decía Miguel de Unamuno: “Sólo el
que sabe es libre, y más libre el que más sabe... Sólo la cultura da
libertad... No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar,
sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura".