Fue
interesante lo del otro día. Y revelador. Comentaban en la radio un asunto de
anticuarios más o menos tramposos y presunta falsificación de objetos
arqueológicos. Algo relacionado con una vasija de cerámica ibera incautada por
la Guardia Civil, a primera vista muy valiosa, que posiblemente era más falsa
que un euro de cartón. Lo contaban en una emisora de radio local: un programa
largo, de quince o veinte minutos, muy bien elaborado. El periodista firmante
tenía pocos conocimientos sobre la materia; pero, como buen profesional, no
intentaba aparentarlos. Había trabajado con investigación previa, documentación
adecuada y una estructura de programa donde eran puntos fuertes algunas
entrevistas y testimonios interesantes. Me lo zampé de cabo a rabo.
Uno
de esos testimonios era de una catedrática de Arqueología de la universidad
local, a la que acudía el periodista para obtener una opinión autorizada. Era
evidente que la señora estaba acostumbrada a explicar cosas a sus alumnos, y
que lo hacía con mucha eficacia: su intervención, prolija y técnica pero sin
aburrir en ningún momento, resultó apasionante. Era, desde luego, una excelente
profesora. Con mucha claridad supo explicar de qué iba la cosa, por qué la
vasija le parecía una buena imitación pero era no auténtica, y acabó
describiendo con detalle los elementos decorativos de la pieza, que en su
opinión, vistos por separado, estaban perfectamente reproducidos; pero,
considerados en la sintaxis general de ese tipo de vasijas iberas, resultaban
incorrectos. Y todo eso, en un corte radiofónico de casi diez minutos, lo
estuvo largando la señora sin aburrir en absoluto, dejándome informado a la
perfección, con una elegancia y claridad de lenguaje asombrosos. Si yo hubiera
estudiado Arqueología, concluí, habría querido tener una profesora como ésa. De
las que te marcan y recuerdas toda la vida.
Pero
no hay sopa hispana sin pelo dentro. Tras la catedrática, el periodista dio
paso a una consejera de Cultura que aportó la versión oficial del asunto.
Ignoro si confrontar a una señora con otra fue deliberado o casual, aunque el
contraste era abrumador. De un lenguaje claro, docto, seguro de sí, por parte
de la catedrática, se pasó a una exposición reiterativa, titubeante y
técnicamente confusa por parte de la consejera, que intentaba al mismo tiempo
guardar la ropa y nadar cien metros estilo mariposa. De forma que al final,
tras escuchar repetir lo mismo media docena de veces con diversas obviedades
incluidas, el oyente quedaba en una desagradable incertidumbre: no estaba claro
si la consejera le colgaba el mochuelo de su confusión a la Guardia Civil, o si
estaba defendiéndola, o si de verdad creía que la vasija era falsa, o no, o
según, o todo lo contrario. Ni siquiera si las palabras vasija e ibérica tenían
significado para ella. Lo que quedó clarísimo, desde luego, es que esta segunda
señora no tenía idea de lo que estaba hablando.
Cuando
apagué la radio no pude menos que formularme la pregunta inevitable, e incluso
perversa. ¿Por qué, si de Cultura se trata, la consejera es la segunda señora,
y no la primera? ¿Cuál es la razón de que la responsable de los asuntos
culturales en una comunidad autonómica no sea una catedrática prestigiosa y
culta, por ejemplo, que además sabe ordenar sujeto, verbo y predicado, sino una
señora cuyos conocimientos técnicos y capacidad expresiva dejan mucho que
desear?... Picada así mi curiosidad, encendí el ordenata y consulté, goteante
el colmillo, los antecedentes biográficos de las citadas damas. Y allí estaba
todo, negro sobre blanco. La catedrática de Arqueología contaba con impecable
currículum profesional y docente, prestigio en su cátedra y demás. Una
especialista, en fin, ocupándose de un asunto que conocía al dedillo. Por eso
fueron a preguntarle por las vasijas iberas, naturalmente. Y también por eso,
deduje, ni ella ni nadie semejante tendrán nunca la más diminuta posibilidad de
que alguien los nombre, no ya consejero autonómico, sino concejal de Cultura de
su pueblo; entre otras cosas porque, para ese cargo, en España suele ser requisito
imprescindible no tener ni siquiera estudios de bachillerato. O casi. Por
contraste, el currículum de la segunda señora era más breve y compacto. Más
esclarecedor del asunto: carrera de Derecho -con todo el respeto para el
Derecho, por mi parte- y alcaldesa de su pueblo a los veintiséis años por el
Pepé -aunque igual podría haberlo sido por el Pesoe-, diputada en el Congreso
con veintisiete y consejera de Cultura de su Comunidad poco después. Así que
acabáramos, concluí. Ya sé por qué una de las dos no es consejera de Cultura; y
la otra, sí. Esto es España, como dije antes. Paraíso del disparate público. Y
más claro, agua.
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