Si hay una
palabra que suscita polémica entre el profesorado, esa es “pedagogía”. Defendida
contra viento y marea, casi con ardor guerrero, por la psicopedagogía oficial y
dominante, esto es, por los teóricos de la educación, produce en algunos
profesores sensaciones que no sabría definir con exactitud (entre la pereza y
el fastidio, entre el recelo y la irritación...) Reconociéndome entre el grupo
de los fatigados ante la matraca pedagógica, me gustaría reflexionar sobre el
origen de tal desagrado ante lo que, en principio, debería formar parte de
manera natural de nuestro oficio de enseñar.
Expondré a
continuación algunas de las posibles razones por las que, creo, muchos profesores
rechazamos las aportaciones de nuestros “expertos pedagogos”:
1.- Los supuestos
expertos que pretenden orientar a los docentes sobre la praxis educativa suelen
ser ideólogos muy alejados de la realidad del aula. En relación con esta certeza,
habría que plantear algunas preguntas: ¿Cuándo y dónde han aplicado sus teorías
para probar si estas funcionan? ¿Quién debería ser considerado experto en
educación, el que enseña o el que teoriza sin haber enseñado jamás? O lo que es lo
mismo: ¿Quién está capacitado para compartir su experiencia sino el que la atesora?
2.- La pedagogía,
o mejor, la didáctica (que es una palabra de mayor belleza: el “arte de enseñar”
[1])
es una herramienta básica en la enseñanza. Pero de ningún modo puede sustituir
al contenido de una materia y, con demasiada frecuencia, se confunde la parte
con el todo, el “cómo” con el “qué”. El procedimiento, la metodología, la
didáctica, deben estar siempre al servicio de una materia, de sus contenidos, de
sus fundamentos disciplinares, en definitiva.
3.- El lenguaje
vacío, cambiante a la manera de una "fashion week pedagógica", hace que muchos, abrumados ante el aluvión de frases sin sentido, palabras huecas y expresiones tópicas de tinte progresista pero perniciosa aplicación, recelemos de lo que sostienen los gurús de la pedagogía. La pátina pseudocientífica no maquilla la
realidad de la nada, del humo, de la ausencia de hipótesis concretas, razonadas
y verificables. Como ejemplo, transcribo un fragmento (citado en el artículo de
Ricardo Moreno Castillo “¿Es la pedagogía una ciencia?”) de un texto firmado por César Coll, Javier Onrubia y Teresa Mauri titulado
“Ayudar a aprender en contextos educativos: el ejercicio de la influencia
educativa y el análisis de la enseñanza”. En el mismo podemos leer: De acuerdo con este marco, entendemos que para estudiar los
mecanismos de influencia educativa que operan en el ámbito de la interactividad es
necesario identificar, por un lado, las formas en que se organiza la actividad
conjunta y, por otro, los significados negociados por los participantes en el marco de esa estructura
de actividad, no solo en lo que se refiere a «de qué se habla», sino también a
«cómo se habla de aquello de lo que se habla». El análisis se centra, por tanto, en las
ayudas vehiculadas por el agente educativo a través, por un lado, de la estructura de la
interactividad, y por otro, del uso de determinados mecanismos semióticos. Para Ricardo Moreno, estos párrafos recuerdan a los de los libros de caballerías que
hicieron enloquecer a don Quijote: «la razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra hermosura»,
o «los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os
fortifican, y os hacen merecedora del mereciendo que merece la vuestra
grandeza». No puedo estar más de acuerdo (con Ricardo). Semejante verborrea
no solo no ayuda a otorgar un mínimo de seriedad a quien la emplea sino que más
bien le proporciona un barniz innegable de charlatanería.
4.- La supuesta modernidad de determinados postulados,
insisto, demostradamente equivocados (constructivismo, igualitarismo y tantos
otros “ismos”…) cuyo único propósito parece haber sido el intencionado (obsesivo) distanciamiento de
estrategias tradicionales pero indispensables (como el recurso irreemplazable
de la memorización) por considerar que tienen una connotación conservadora,
mediante un razonamiento ciertamente pobre. Por supuesto, todo aquel
que cuestiona esta línea oficial es tachado ipso facto de reaccionario, cuando no de
“facha”. Inger Enkvist en “La
influencia de la nueva pedagogía en la educación: el ejemplo de Suecia”, señala de manera muy acertada: lo moderno se presenta como todo vale.
Cualquier opinión vale lo mismo que las conclusiones de alguien que ha
estudiado un campo de conocimientos. En vez de dar énfasis al aprendizaje se
desculpabiliza a la ignorancia. La escuela ya no ayuda a los incultos a
volverse cultos sino que les hace creer que ya son cultos. La diferencia entre el
inculto de antes y el de hoy estriba en que el de antes sabía que no era culto.
Ahora se trata de halagar al inculto, lo cual se combina con un fuerte énfasis
en el concepto de libertad y en una noción consumista de la educación. Todos
deben poder participar en cualquier clase sin conocimientos previos y sin
presentarse a un examen después. Todo debe ser libre.
5.- La
transmutación semántica de palabras como “didáctica” o “pedagogía” en conceptos
más propios de la psicología emocional, imbuidas de un espíritu roussoniano, buenista
y papanatas.
6.- El
desprestigio de la formación continua, bien por la escasa preparación de
quienes la imparten, con la consiguiente sensación de pérdida de tiempo por
parte de los profesores, bien por su falta de utilidad práctica.
7.- La confusión
en torno a la formación del profesorado. La insistencia en la necesidad de
mejora de la formación del profesor tendría sentido si estuviera referida a una
mejora real de la práctica docente. Para ello, debería partirse de una verdad
incuestionable: el profesor que sabe mucho podrá enseñar mejor que el que sabe
poco, desterrando de paso falacias como la que asocia otra evidencia, que un
profesor debe saber mucho más que sus alumnos, con el hallazgo en aquel de unas
intenciones ocultas y aviesas de imponer desde el autoritarismo y de vulnerar
la pretendida (y falsa) igualdad entre docente y discente. Además, debería propiciarse el
aprendizaje de recursos y metodologías definidas, pero al mismo tiempo abiertas
a ser adaptadas e incorporadas a las estrategias de cada profesor y siempre
directamente relacionadas con su disciplina académica. Y todo ello sin olvidar que
la metodología que a un docente le funciona, no tiene por qué ser eficaz para
otro, como tampoco dos alumnos responden en igual medida ante la misma
estrategia didáctica.
A modo de conclusión,
creo que a veces nosotros mismos, los profesores que afirmamos renegar de la
pedagogía, pecamos de poco hábiles, situándonos en la trinchera en lugar de desarrollar
nuestro razonamiento, justificando que una cosa es la pedagogía (la didáctica)
y otra muy distinta la pedagogía oficial, la del “establishment educativo”. El
historiador y profesor Enrique Moradiellos lo explica a la perfección en su
ensayo “Clío y las aulas”: En principio,
nada habría que objetar a una disciplina que pretende analizar el proceso
educativo general y su faceta de enseñanza y aprendizaje, con vistas a su
conocimiento, perfeccionamiento y mejora provechosa, naturalmente (…) Ahora bien, también es cierto que esa
pretensión omnicomprensiva de ser “la ciencia” de la “educación” en sentido
categorial estricto /al modo de la Química , que no estudia
“la materia”, sino ciertas materias: hidrógeno, carbono o metano; o la Geometría , que no
estudia “el espacio”, sino ciertos tipos de espacios definidos por rectas,
circunferencias o cuadrados) ha dado lugar a no pocos desarrollos de la Pedagogía y la Didáctica verdaderamente
improcedentes por infundados racionalmente, sustantivados metafísicamente y
dañinos pragmáticamente. Moradiellos cita en su libro a la pensadora
germano-norteamericana Hanna Arendt, quien, en su “Entre el pasado y el futuro.
Ocho ejercicios sobre la reflexión política” (perteneciente a “La crisis en la
educación”), decía que bajo la influencia
de la psicología moderna y de los dogmas del pragmatismo, la pedagogía se
desarrolló, en general, como una ciencia de la enseñanza, de tal manera que
llegó a emanciparse por completo de la materia que se va a transmitir.
Poco más se puede añadir.
Poco más se puede añadir.
[1] Curiosamente, y
de forma nada “pedagógicamente correcta”, la palabra “didáktica” procede de la griega “didasco”, que
significa “enseñar”, “instruir”, “exponer claramente”, “demostrar”, términos
poco “modernos” pero llenos de sentido. “Didasco”, a su vez, procede de “didásk”,
que hace referencia a la acción repetida (di) de sostener alguna cosa
poniéndola a la vista de alguien (da) -otra idea poco “progre” la de repetir
algo- con la intención de que se apropie de lo que se muestra (sk). Otra
preciosa palabra, “didaskalía”, es un nombre femenino también traducido como “instrucción”
(en la antigua Grecia, la que daba el poeta a un coro y a los actores).
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