En la película de
José Luis Cuerda “Amanece que no es poco” un vecino entusiasta adulaba al
alcalde al grito de “¡Alcalde, todos somos contingentes pero tú eres necesario!”.
Al margen de la genialidad de la frase (y de la cinta), la realidad es que, demasiado a menudo, se
tiende a confundir lo circunstancial con lo fundamental, y más en estas procelosas
aguas de la educación, una materia sobre la que lo común es pedir opinión,
antes que a un docente, a cualquier avezado tertuliano que lo mismo te opina de
fórmula 1 que de política exterior y, cómo no, sabe perfectamente qué es lo que
hacemos mal los profesores (porque, no se engañen, si la cosa educativa no
funciona es por nuestra culpa).
Porque al final
se trata un poco de esto, de separar "lo contingente" de "lo necesario", si lo que
queremos es perseguir esa meta tan ambiciosa que todos compartimos (o eso se
supone) de mejorar nuestra sociedad a través de la educación. Pero, claro, lo
que para unos es "contingente", parece que para otros es "necesario" y viceversa. Y
así nos encontramos uno de los principales escollos a la hora de alcanzar
aquello tan manido y tan codiciado de la unidad (sindical, de acción,
ciudadana, social, como quieran): la imposibilidad de coincidir en lo
prioritario.
Woody Allen se
preguntaba: “¿Existe el infierno? ¿existe Dios? ¿resucitaremos después de la
muerte? Ah, no olvidemos lo más importante, ¿habrá mujeres allí?”. Antes de
hablar de consensos, de unidad o de generalidades como la recurrente invocación
de la “comunidad educativa”, sería necesario tener claro si todos tenemos las
mismas prioridades, si lo que entendemos que es importante lo es para todos en
la misma medida, si nos importa si resucitaremos o si habrá mujeres en el cielo
o el infierno. Y eso, de momento, no está nada claro.
Llegados a este
punto, convendría entonces no andarnos por las ramas. Todos estamos de acuerdo
en que la educación es importante. Lo estamos también en que una sociedad con
una adecuada educación pública tendrá mayor capacidad de progreso que la que no
disponga de ella. Todos, en teoría, creemos en esa utopía y todos queremos, como
en la canción de Alberto Cortez, construir castillos en el aire a pleno sol y
en nubes de algodón, abrir ventanas fabulosas,
llenas de luz, de magia y de color. Entonces, ¿dónde está el problema?
Posiblemente en la manera en que unos y otros entendemos que es posible
conseguir el ideal de una sociedad instruida, formada humana y académicamente,
crítica y con valores, en lo que para su consecución entendemos que es
principal y en lo que entendemos que es accesorio, en la
importancia que concedemos, por ejemplo, a la transmisión de conocimientos y en
la que damos a otros objetivos más abstractos o más vistosos. Y ahí la pedagogía no
termina de cumplir con su misión (que no es otra que la de ayudar a los
profesores a conquistar esa meta) al enrocarse en una concepción fantasiosa de la enseñanza,
como si en el campo de la pedagogía no se hubiera producido el paso del mito al
logos, como si la racionalidad fuera incompatible con la búsqueda de las estrategias didácticas más eficaces.
Hoy me centraré
en el constructivismo, una idea, admitámoslo, seductora (quizás porque marida bien con el lenguaje contemporáneo
políticamente correcto) pero empíricamente nefasta para la práctica educativa, según
la cual es el alumno el que construye su propio conocimiento. Esta suposición tira
por tierra cualquier intento de aplicar el sentido común a la enseñanza. Y ello, entre otros, por los siguientes motivos:
1º.- Ningún
alumno, como norma general, es capaz por si mismo (es decir, sin un profesor
que le instruya) de construir el conocimiento.
2º.- Ningún
alumno, como norma general, está intrínsecamente motivado a aprender.
3º.- Existen
verdades sólidas, aunque por supuesto revisables, que constituyen el conjunto
de saberes sistematizados que un ciudadano con aspiraciones de serlo realmente debe
aprender o, al menos, intentarlo, para formar parte activa de la sociedad de su
tiempo.
4º.- No hay
ningún profesor llamado Google.
Podríamos seguir discutiendo sobre las
bondades o maldades del constructivismo y seguro que se podrían aportar argumentaciones
a favor o en contra. Tampoco habría por qué dudar de la buena intención de
quienes todavía lo defienden. Pero una cosa está clara: no ha funcionado. Y, ya lo dijo
Marco Tulio Cicerón, “es propio de cualquier hombre equivocarse; pero de
ninguno, a no ser del necio, perseverar en el error”.
Felicidades por el magnífico artículo, querido Alberto. Me ha hecho caer en la cuenta de algo en lo que nunca había reparado y cuya ignorancia me venía causando serias calamidades en mi conciencia: hace muchos años, cuando no existían ni tertulias radiofónicas, ni pseudoexpertos de esos que entienden de todo, ni psicopedagogos (enorme tentación de acentuar la última sílaba del palabro) , resulta que los problemas y los males (si es que los había) de la educación NO eran culpa de los profesores, sino de los alumnos. Gracias por abrirme un poco más los ojos.
ResponderEliminarMuchas gracias, como siempre, Manuel. Por cierto, me ha encantado lo de "psicopedagogós"
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