viernes, 5 de septiembre de 2014

Con "L" de ley (educativa).



El otro día estuve charlando con una buena amiga sobre "la cosa educativa". Dándole vueltas al tópico recurso de achacar los problemas de nuestro sistema educativo a la deficiente formación del profesor (o lo que es lo mismo: la tesis de que los alumnos no aprenden porque no sabemos enseñarles), ella sugirió algo que me llamó la atención por su lógica aplastante: la posibilidad de que las leyes estuvieran sometidas a un período de prueba.

Aunque mucha gente no se  ha enterado (o no ha querido enterarse), los profesores accedemos a la función pública por oposición. Esto significa que es un tribunal el que decide, en base a los principios de transparencia, igualdad, mérito y capacidad, quién, de entre todos los aspirantes, es merecedor del puesto. Por si este sistema de selección no bastara, los docentes no nos convertimos en funcionarios, a pesar de haber ganado la oposición, hasta que no superamos la fase de prácticas, que dura seis meses e incluye un periodo de docencia directa y cursos de formación. Ni siquiera se nos considera funcionarios de carrera hasta que una Comisión Calificadora comprueba la "aptitud para la docencia de los aspirantes seleccionados" y los califica como aptos o no aptos. Si el aspirante no supera esta fase de prácticas, pierde todos los derechos a su nombramiento como funcionario de carrera. A todo ello se añade un examen médico a fin de acreditar que se reúnen las condiciones físicas y psíquicas necesarias para el correcto desempeño de la correspondiente función docente, examen que, de no ser superado, motiva igualmente la pérdida de todos los derechos a su nombramiento como funcionario de carrera.
Pues bien, no voy a ser tan perverso como para proponer que nuestros políticos, una vez ocupado el cargo que sea, se vean obligados a superar una fase de prácticas. Ni siquiera voy a pedir que los Consejeros, Directores Generales y demás cargos de libre designación que trabajan en la Administración sean evaluados después de seis meses para poder comprobar su "aptitud". Pero sí sería exigible que una ley educativa se supeditara al análisis de su eficacia, durante el tiempo que fuera necesario para poder evaluar su idoneidad. De lo contrario, lo de menos es si la LOGSE/LOE fue mejor o peor de lo que será la LOMCE, si la LOGSE era ideológicamente progre y la LOMCE neoliberal, si la LOGSE rebajó los niveles de exigencia hasta el sonrojo o la LOMCE despreciará todos aquellos saberes que no supongan una rentabilidad inmediata, si se han aprobado por consenso o por imposición, si llegará un gobierno de distinto signo y la derogará. Lo importante, lo preocupante, es que nadie se plantee una evaluación de esta ley una vez puesta en marcha, ni sus creadores la posibilidad de que no funcione. Porque quienes la han impulsado no tienen la más mínima intención de rectificar y quienes la critican, defendiendo las anteriores, jamás se moverán un milímetro de su postura. Blanco o negro. LOGSE o LOMCE. "Equidad" o "empleabilidad". No hay término medio, no hay reflexión, no hay cordura. Solo fanatismo, dogmatismo y sectarismo.

Que nadie piense que me excluyo de quienes critican desde el prejuicio. También yo lo hago, pues soy muy crítico con una ley, la LOMCE, que todavía no podemos evaluar, sencillamente porque no ha habido tiempo, pero que apunta hacia unos objetivos que, según mi opinión, se desvían de lo que debería ser la enseñanza pública. En cualquier caso, y como decía al principio, el error principal de la nueva ley, como de las anteriores, no es tanto si será o no eficaz, sino el hecho de que, lo sea o no, ha venido para quedarse. Al menos, hasta que otro partido gane las elecciones y obre de la misma manera. Parece que los profesores somos los únicos que debemos estar a prueba. Pero otros, no solo no lo están nunca, sino que, además, eluden toda responsabilidad que se pueda derivar de sus decisiones.

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