La confrontación entre los conceptos “enseñanza”
y “educación” no deja de ser un tanto artificial, aunque no podemos negar que
este enfrentamiento se da entre las gentes que tenemos relación con la
enseñanza, la educación, la instrucción o como queramos llamarlo. Y viene bien
discutir sobre esto, aunque solo sea para darnos cuenta de que lo importante no
es tanto qué nombre le pongamos como la forma en que lo hagamos y muy especialmente
lo que queremos conseguir. La realidad, reconozcámoslo, es que hay quien se
siente incómodo cuando se dice que el profesor ha de educar y también quien prefiere
hablar de educación porque hablar de "enseñanza" le parece poco
lucido.
Mi opinión sobre este asunto es que
ambas ideas son perfectamente válidas a la hora de definir el oficio docente,
al menos a priori. Otra cosa es que pudiéramos discutir (y mucho) sobre lo que
entendemos que debe hacer un profesor, sobre las prioridades y los objetivos
principales de su labor. En cualquier caso, debo decir que a mí ninguna de estas
dos palabras me desagrada. No obstante, veremos enseguida algunos matices que
nos permitirán encontrar ciertas diferencias entre ellas.
Antes que nada, entiendo que
"educar" puede ser un concepto más global que "enseñar".
Podríamos decir que la educación abarca la enseñanza (o que esta se encuentra
incluida en la anterior) y que la enseñanza es la actividad que se fundamenta
en la transmisión de una serie de contenidos académicos y también de valores.
Esta segunda parte, la de los valores, resulta también controvertida, pero todo
depende, en mi opinión, de a qué valores nos estemos refiriendo. Luego volveré
sobre esta cuestión. Digamos entonces que:
1.- Educar consiste, ateniéndonos al
Diccionario de la Lengua Española, en "dirigir, encaminar y
doctrinar", palabra esta con unas connotaciones importantes que provocan
cierto recelo. La segunda acepción establece el doble objetivo de
"desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del
niño o del joven". Si acudimos a la última acepción, leemos: "enseñar
los buenos usos de urbanidad y cortesía". Vemos, por lo tanto, que dentro
de la idea de "educar", hay un parte importante relativa a valores tanto
de urbanidad (lo que todos conocemos como ser educado o maleducado) como de
moral y otra que tiene que ver con las facultades intelectuales, que
asociaríamos enseguida con la palabra "enseñar".
2.- Enseñar, también según la RAE, se
define como "instruir" (una idea que vinculamos con el conocimiento
de las distintas materias o disciplinas en que se divide el saber) o
"doctrinar", que a su vez tiene dos sentidos: "instruir a
alguien en el conocimiento o enseñanza de una doctrina" e "inculcarle
determinadas ideas o creencias". Son dos significaciones que, aunque
vienen en la misma definición, pueden parecer contradictorias, pues una cosa es
la ciencia y otra la creencia (al menos para una persona sensata e ilustrada) y
la misma palabra "doctrina" puede definirse como "ciencia o
sabiduría", pero también, ojo, como "conjunto de ideas u opiniones
religiosas, filosóficas, políticas"... Es decir, tanto "enseñar"
como "educar" parecen estar entre dos nociones que se pretenden
contraponer y quizás no deberían y que podríamos redefinir, según esta
dialéctica, como: “enseñanza académica” y “educación cívico-moral”. Lo que
ocurre es que, analizando el significado de estos dos términos, comprobamos que
la diferenciación no es tan nítida como pudiera parecer y que quizás sean
nuestros propios prejuicios los que nos llevan a aceptar con más gusto uno que
otro.
Desde el punto de vista de la
etimología, educar lleva la raíz latina ducere
(educare, educere), que proviene a su vez de una raíz indoeuropea (-deuk) que significa guiar o conducir,
De igual modo, la palabra griega pedagogo
sugiere conducir al niño (paidós-
niño- y agogós -que conduce-). Pero
es que también enseñar viene del latín insignare,
que quiere decir señalar (signare)
hacia (in), esto es, orientar sobre
el camino a seguir. La conclusión es que ambas sugieren prácticamente lo mismo.
Sin embargo, yo diría que lo verdaderamente importante es discutir cómo
entendemos esta labor de guía que debe asumir el adulto en relación con el
menor y el maestro en relación con el discípulo y cómo debe repartirse entre
las dos instituciones principales que asumen esta tarea tan esencial.
Para explicar mi postura, pondré un ejemplo: cuando alguien se pierde en un lugar que
visita por primera vez, un recurso habitual es preguntar al autóctono. La razón
es simple: este conoce lo que el anterior ignora. En esta relación desigual, ni
el foráneo pretende imponer o humillar ni el oriundo se siente sometido o
ultrajado. Tampoco a ninguno de ellos se le ocurre hablar de ausencia de democracia. Se da por hecho que uno sabe lo que el otro no, que uno ayuda a
quien lo requiere, que el primero quiere auxiliar y el segundo ser amparado,
que la correlación entre ambos no es horizontal sino vertical. En la enseñanza,
situaciones tan naturales son llevadas al absurdo cuando se quiere vincular al
discípulo y al maestro de manera horizontal, cuando se sugiere que ambos deben situarse en el mismo
plano o que el conocimiento que atesora el docente lo tiene el discente a golpe
de “click” (o sea, en internet, ese océano de información y desinformación en
función de la formación). Lo que uno no imaginaría en otros contextos, en la
enseñanza constituye el pan de cada día. Si la relación inevitablemente
jerárquica entre el alumno y el profesor se ha desvirtuado, otro llamativo
desbarajuste es el que tiene que ver con el papel del padre y el del profesor,
o lo que es lo mismo con la línea que separa, no siempre de forma nítida, el
trabajo del docente y la responsabilidad del progenitor. Creo que para poder
resolver esta duda es imprescindible clarificar qué debe ambicionar un sistema
público de enseñanza.
Continuará.
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