Decíamos ayer que para concretar qué corresponde a la familia y qué a la escuela a la hora de educar/enseñar es imprescindible clarificar qué debe ambicionar un sistema público de enseñanza. Básicamente lo que yo pido a la escuela
pública (y en lo que intento colaborar como docente) es que garantice el
derecho a la mejor formación posible de todos los alumnos que pasen por ella,
de modo que puedan aprender aquello que no podrán aprender fuera y que les
permitirá integrarse de forma activa en la sociedad en calidad de ciudadanos.
Creo que en esto se resume la finalidad de la educación pública. Luego debemos
tener en cuenta su indiscutible función social, que impone el compromiso de
velar por que aquel que no pueda pagarse una buena educación privada o no tenga
en su entorno familiar un ambiente cultural o social de nivel medio o alto
encuentre en la escuela pública la posibilidad de desarrollar al máximo sus
capacidades. De ahí que una educación pública que no cumpla estas expectativas perjudicará siempre en mayor medida al alumno pobre (económica o
culturalmente pobre, tanto da). Por todo ello, los padres no podemos suplir a
la escuela sino reforzar, apoyar o contribuir. Es verdad que hay que separar
bien dos ámbitos: a la escuela corresponde, tal y como yo la concibo, todo lo
académico y también aquellos valores universales como la solidaridad, la
justicia o la responsabilidad, así como otros que son indispensables para la
adquisición de los distintos conocimientos, unos valores que se inculcan pero que
también se ejercitan: la constancia, la capacidad de atención, el esfuerzo, la
curiosidad por aprender, el afán de superación... en realidad, son valores que
no solo no están de moda sino que van más bien a la contra. Digo que están muy
poco de moda no porque se critiquen (¿quién se atrevería a afirmar que un
alumno no debe esforzarse, atender o ser constante?) sino porque la obsesión
innovadora nos lleva a meter con calzador en la enseñanza dogmas como el
aprendizaje colaborativo (que en mi opinión, cuando se entiende como fin en sí
mismo, va en detrimento de la indispensable capacidad para trabajar de manera
individual y desde el esfuerzo personal), las tecnologías (ahora mismo existe
el debate sobre si conviene abandonar la escritura manual, lo cual es una
barbaridad, como los propios neurólogos afirman, y supone un perjuicio tremendo
para el ejercicio de la concentración o la memoria), etc. En cuanto a los
valores morales, estos pertenecen al ámbito familiar y son los que, pienso, no
tienen cabida en la escuela.
Para educar o enseñar (en cualquier de los
sentidos que hemos visto), creo que lo primero es saber qué queremos. Sin tener
claro el objetivo es muy difícil dar con el procedimiento adecuado. Tal y como
yo entiendo la educación de mis hijos, creo que mi responsabilidad es
conducirles por la senda que me parece buena y provechosa (que no siempre es la
más cómoda) para ellos. Y para mis alumnos lo que quiero es enseñarles mi
asignatura lo mejor que sepa, crearles curiosidad por la música, la cultura, el
arte, contribuir en el desarrollo de la sensibilidad estética... y, por
supuesto, tratar de ser ejemplar en el trato y de inculcarles hábitos que me
parecen fundamentales para estar seguro al menos de que he intentado aportar mi
granito de arena en el desarrollo de sus capacidades.
Debemos ser conscientes de que no hay
metodología que garantice el éxito pero sí factores que pueden ayudarnos y
otros que se han sobredimensionado como la motivación. No quiero decir que la
motivación no sea importante (sería ridículo) sino que la estamos colocando en
un lugar que no le corresponde. Por otro lado, uno de los errores que a menudo
cometemos es pensar que hoy los niños y los adolescentes son muy diferentes a
los de antes. No hace mucho pude escuchar a un pedagogo innovador muy
preocupado porque, según había averiguado, "hoy los niños no van contentos a la
escuela". ¡Claro que no! ¿Y cuándo han ido a la escuela contentos? Pero es
que esa no es la cuestión. La cuestión es que lo que un alumno debe tener muy
claro es que, le guste o no, debe ir a la escuela porque es bueno para él y
para su futuro. Precisamente porque no lo va a entender hasta que madure, somos
los demás los que debemos decidir por él en lugar de, con perdón, escaquearnos
de nuestras obligaciones. El menor, me da igual el hijo que el alumno, se
desorienta cuando ve desorientado al adulto. Y no me extraña porque hoy día
decir determinadas cosas te puede suponer que alguien te acuse de sabe Dios
qué. Pero no debe ser así. La autoridad del padre es una autoridad moral. La
del docente, intelectual. Ninguna tiene nada que ver con la sumisión ni con la
tiranía. Que esto no lo entienda o no lo admita un joven entra dentro de lo
normal. Que haya adultos que lo discutan, esto es lo preocupante.
Volviendo a la motivación, lo normal es que
un alumno, de entrada, no tenga una inclinación natural a comerse los libros y
a estudiarse todas las materias a la vez. Más bien al contrario: se hará el
remolón, le dará pereza y se acercará a aquello que le atraiga de primeras. Un
error garrafal que se comete es pretender que la motivación preceda al
esfuerzo. Es raro que esto suceda excepto, claro está, con aquello que nos
gusta. Lo que me parece muy importante es insistir en que, primero, a veces
tenemos que aprender cosas que no nos resultan atractivas pero nos pueden
resultar provechosas y, segundo, otras veces la motivación e incluso el
entusiasmo surgen cuando uno menos lo espera y merece la pena dar un margen.
Creo que la mejor manera de motivar a un
joven es convencerle de que haciendo las cosas bien, esforzándose, formándose,
podrá llegar más lejos que quien renuncie a todo esto. Pero para convencer a un
joven de que esto es así, deberíamos tener un sistema que fomentara esto y una
sociedad meritocrática. Aunque no tenemos ni una cosa ni la otra, tenemos que
insistir, aunque sea por una cuestión de principios o de ética, en que haciendo
las cosas bien se puede salir adelante y sobre todo, en que aprender es algo
enriquecedor y que merece que le demos la importancia que tiene. Hace poco discutía
con alguien sobre esto tan manido del sentido lúdico de la enseñanza. Vamos a
ver: aprender cuesta esfuerzo pero conseguir aprender, alcanzar el saber,
llegar a hacer lo que uno no era capaz, es muy emocionante. Y le ponía el
ejemplo de mi hijo mayor cuando vamos por la calle y se para a leer un cartel:
le cuesta, lo hace despacio, se equivoca... pero cuando por fin ha conseguido
averiguar lo que pone, su cara no denota ningún trauma ni tampoco aburrimiento,
sino todo lo contrario: la satisfacción de haber conseguido superarse.
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