He leído con atención la entrevista que César Bona, maestro y paisano, concedió al Diario ABC hace ya algunos meses. Tengo que decir que algunas de sus opiniones me parecen prudentes y juiciosas. Hay otras que de ninguna forma comparto, pero debemos tener en cuenta que César es maestro y yo soy profesor. Y tanto él como yo consideramos, seguro, que lo que pudiera ser razonable en una etapa no tendría por qué serlo en la otra. Sin embargo, todo es educación y a Secundaria se llega pasando por Primaria e Infantil, luego podemos y debemos discutir sobre el conjunto, maestros y profesores, siempre que tengamos claro que son contextos que deben examinarse sin dejar de lado sus características intrínsecas.
No dudo de que haya "muchos maestros españoles" con
"proyectos muy interesantes", sino de la seguridad con la que César
Bona dice que "si a ellos les sirven, también serán útiles para otros
profesores". O
no. Lo que a uno le funciona no tiene
por qué funcionarle a otro. No me parece que una estrategia didáctica sea fácilmente
trasladable de una situación a otra. La cantidad de factores que inciden en la
eficacia o ineficacia pedagógica no creo que avalen esta afirmación.
La Administración, según César, "debería apoyar la
innovación educativa, al igual que en la
empresa privada es lo primero en lo que se invierte". En mi opinión, la
Administración debería apoyar al docente, sea este tradicional o innovador. Se
puede ser un buen profesor con metodologías tradicionales y muy malo con
metodologías innovadoras. Al contrario, también. Aquel que imparta clase de
forma excelente es el que debe servir de ejemplo, no aquel que lo haga de forma
novedosa si esta novedad no supone un beneficio
en el ejercicio de la docencia. Creo que este es un punto de partida peligroso
porque puede dar a entender que solo desde la novedad se puede ser un buen
profesor. Y no es así.
Tiene razón César en
que debería "contarse más con la opinión de los profesores e incentivar
los proyectos que funcionen" (los que funcionen, no los que podrían
funcionar o los que alguno ha imaginado que lo harán desde las teorías gaseosas
y las fantasías pedagógicas de turno), así como "pedirles consejo y construir a
partir de las necesidades de alguien que está diariamente con los niños".
Ya lo creo que tiene razón. Pero, aunque podría coincidir con él (y de hecho coincido) en la crítica a la "formación del profesorado" (César se refiere a las facultades de Magisterio), no puedo hacerlo cuando explica que el problema es que hay "un cuatrimestre de sintaxis".
Según él, en lugar de sintaxis, debería enseñarse a los futuros maestros "a
hablar en público, estimular la creatividad o saber gestionar emociones". Cuando
uno defiende el conocimiento, como es mi caso, es catalogado de inmediato como
una persona insensible que no tiene en cuenta la estabilidad emocional de los
pequeñuelos, alguien dispuesto a hacer todo lo posible por convertirles en unos
seres desgraciados e incapaces de expresar emociones. Quienes lo tachan a uno
de esto suelen colocarse a sí mismos en el centrismo
pedagógico porque, sugieren, no es incompatible la felicidad (ja, ja, ja, ja, de sentir amor, jo ,jo, jo, jo)
con la instrucción. Pero, en primer lugar, jamás he dicho que sean incompatibles la felicidad y el conocimiento, pues yo mismo disfruto mucho estudiando y aprendiendo (ahora
que soy adulto; de pequeño me fastidiaba como a cualquier hijo de vecino); en segundo lugar, un maestro debe saber hablar en público, sin duda, pero más importante aún es que sepa (cuanto más, mejor) sobre aquello que va a enseñar; y, en
tercer lugar, lo que se desprende de esta entrevista no es una propuesta de conciliación
entre lo emocional y lo académico sino la sustitución de lo segundo por lo
primero. Eso es lo que se reclama: que la sintaxis deje paso a la gestión de
las emociones. Y esto me parece mucho menos comedido que defender, como yo hago, que el conocimiento y la cultura contribuyen a la formación integral del alumno
y que, aunque la satisfacción que producen no siempre es inmediata, sí se da cuando se muestra interés y se tiene voluntad. El conocimiento no estorba a la hora de educar en los afectos. Ayuda.
Estoy de acuerdo con
César en que las etapas educativas son diferentes. Infantil, Primaria y
Secundaria "parecen mundos distintos", dice. Cierto. También lo estoy en
que "muchos profesores que dan clases en la universidad para preparar a
los docentes deberían pasar también un tiempo en los colegios y analizar el día
a día" (esto es algo que he defendido siempre y que me parece esencial, pero
no solo que pasen un tiempo en el
aula; que sean docentes). Por lo demás, ese "salto" que César
percibe tan acertadamente entre Infantil, Primaria y Secundaria ("en
Infantil", nos dice, "los niños aprenden jugando, se mueven, hacen las asambleas, cantan. En Primaria están todos
sentados, tienen que aprender a escribir, leer... En Secundaria deben saber los
pronombres, análisis de oraciones) se suavizaría si existiera una progresividad
desde Infantil, si no se aplazara el conocimiento y se dejara en tareas pendientes (para la Secundaria), si se fueran abordando los contenidos con adecuación a la edad y las
características del alumnado de manera natural y paulatina, si no se pensara
siempre en lo lúdico, lo motivador y lo chupiguay
sin entender que un niño de cinco años y un adolescente no pueden ser tratados de
forma similar.
"El libro de
texto es una herramienta clave, pero durante años ha sido la única. Podemos
utilizarlo, pero no es la guía a seguir en exclusiva", asegura César. Pues
claro. ¿Quién discutiría esto? Yo, que pocas uso libro de texto, no pienso
hacerlo.
El profesor, para César Bona, "debe ser oreja"
(¿no sería mejor oído?) para saber escuchar a los alumnos y a los padres".
"Es importante", continúa, "que conecte con los niños para saber
cómo se sienten y viven en cada momento". Es importante, en efecto, tratar
de saber cómo están tus alumnos, estar al tanto de los problemas que puedan
surgir. Pero ojo a lo siguiente: "También debe hacer de la escuela un
lugar donde les apetezca ir porque si a un adulto no le gusta su trabajo se
cambia a otro, pero los niños no tienen esa opción por ellos mismos". Vamos a ver: un adulto puede cambiar
de trabajo porque es adulto. El adulto puede tomar decisiones porque le
corresponde tomarlas, justamente porque ya no es un niño. El niño, como no es
adulto todavía (y a este paso no lo será jamás), ha de hacer lo que el adulto
le explica que debe hacer, de la forma más cercana, razonada y afectiva, claro
está, con paciencia, cariño, respeto y todo aquello que no hace falta explicar porque
cualquier padre normal, cualquier docente sensato, lo sabe. Pero si damos a los
niños la "opción" de ir o no ir a la escuela... ¿¿de verdad alguien
piensa que escogerán ir?? Hoy mismo lo he intentado, preocupado por si estaría comportándome como un padre autoritario. Les he preguntado a mus hijos si preferían ir al
colegio o que nos fuéramos a la playa. En décimas de segundo habían preparado la maleta. Debe ser que en mi casa somos un poco raros.
En cuanto a la evaluación, para César no es útil "si no
nos permite saber si el alumno mejora o no". Obvio. Por lo tanto, lo es
cuando sí nos proporciona esa información. En cuanto a la "competitividad"
que, como a mí, le parece a César poco edificante (si se entiende mal o se
lleva al extremo, añado), pienso que afrontar un examen no tiene por qué fomentarla
sino servir de incentivo y redundar en un afán de superación que sin duda será positivo
para el alumno. Dicho de otra forma: el examen no es un fin sino un medio. Y también un entrenamiento.
Pero hay una idea de
César con la que estoy especialmente en desacuerdo, la de que la escuela no
puede ser "una burbuja apartada de la vida real". Por supuesto que
debe serlo, en mi opinión. El niño puede encontrar sociabilización, ocio y
entretenimiento fuera de la escuela. Pero el conocimiento solo lo encontrará
dentro. Esto es lo que hace de la escuela un ámbito específico cuyo ambiente no
puede ser el mismo que el de un centro cívico, un parque o una sala de cine.
Cada lugar ha de tener la atmósfera apropiada a la función que le corresponde. ¿Por
qué el patio de recreo está separado de las aulas? ¿Por qué en una sala de cine
la pantalla es grande y nos encontramos a oscuras?
Tengo aún otra
pregunta: ¿Por qué lamenta César que "se siga diciendo que hay que
estudiar los determinantes" mientras "sigue sin estimularse la
expresión oral"? ¿No es compatible? Es respetable y probablemente
interesante que haya quien opine que en clase se trabaja poco la expresión oral. Es posible que podamos darle mayor importancia y encuentro atinada la advertencia, pero no entiendo que pueda vincularse
con la crítica al indispensable aprendizaje de la lengua. ¿Cómo estimular la expresión
oral sin conocerla?
La educación es una actividad compleja que requiere cordura y reflexión. La discusión y la confrontación de planteamientos siempre es provechosa. El debate debe generar acuerdos y discrepancias que nos permitan probar, contrastar, descartar. Pero tenemos que tener claro qué queremos conseguir para poder ocuparnos de cómo conseguirlo. ¿Queremos innovar o enseñar? ¿Queremos que nuestros alumnos, nuestros hijos, maduren o que sean siempre niños, que se enfrenten a dificultades o que dependan de que les resolvamos los problemas, que se emocionen de forma superficial o que termine despertando en ellos tarde o temprano el amor por el conocimiento, que se eduquen en el ejercicio de la responsabilidad individual o se acostumbren a imponer sus apetencias? Mucho tenemos que resolver todavía.
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