La enseñanza en España no puede ser destruida. Lo fue hace mucho. Es
la continuidad mayor del último medio siglo. Y el síntoma menos equívoco del
suicidio colectivo. La sentencia de muerte la apuntó una ley del último
franquismo: la de Villar Palasí. Hasta entonces, la dictadura había preservado
una enseñanza media robusta en su arcaísmo. Un doctrinarismo repugnante, no
había ahogado, sin embargo, la dureza de las disciplinas básicas: lengua y
matemáticas eran intangibles. Y el aprendizaje de la lectura se producía —al
revés que ahora— muy temprano y configuraba hábito. Si el placer de leer pudo
salvarnos a algunos de la asfixia moral de esos años, a esa primacía de la lectura
lo debemos: juego de primera infancia, antes que disciplina.
Al duro bachillerato anterior, se opuso una enseñanza complaciente: esto es,
una no enseñanza. El prestigioso cuerpo de catedráticos de instituto fue
desmigajado. Y el noble oficio de maestro —lo sé bien, de una familia de
maestros vengo—, léxicamente corrompido en esa necedad de «profesores de EGB»:
algo así como ascender un santo a monaguillo. Se iniciaba la dictadura más
funesta: la de los pedagogos. Esas curiosas gentes que, en lugar de enseñar,
enseñan cómo se enseña; que, en lugar de saber, deciden cómo debe saber quien
sabe. Que infantilizan. Siempre.
Pero el golpe final, aquel cuyas consecuencias pagan nuestros hijos,
lo dio la LOGSE
socialista. Lo loco fue que se dijera «progresista». Desde que, en 1789,
Condorcet formulara cómo la revolución sólo puede consumarse allá donde un
estricto sistema selectivo haga de la enseñanza trampolín para la «aristocracia
de la inteligencia», única «aristocracia republicana» que enterrará los viejos
privilegios estamentales, la dureza en la transmisión y control de los saberes
había sido considerada como partera de la democracia. A partir de la más
funesta ley de los años González, el saber era tildado de fuerza reaccionaria.
Se trataba de que las criaturas lo pasaran bien. Esto es: siguieran siendo
criaturas para el resto de sus vidas. Al servicio de eso, se masacró el rigor
en la selección del profesorado: un opositor a cátedra de instituto podía
obtener la calificación máxima en los ejercicios; no importaba, todos los
interinos le pasarían por delante, porque así lo habían decidido los
sindicatos, y él se quedaría con su arrogante saber a cuestas y en la calle;
tantos de mis alumnos recién licenciados pasaron por esa traumática
experiencia…
¿Al final? Al final, llegó esto. En los
últimos dos decenios los alumnos acceden a la Facultad tras dos años de
bachillerato, después de un parvulario indefinido. No saben leer: les es
imposible tomar un libro en la primera página y cerrarlo en la última. Desconocen
las lenguas clásicas. Sumar y restar sin calculadora no siempre les resulta
fácil. Hablan jergas comanches aprendidas en el ruido sordo de los televisores.
No importa que tengan talento. Porque algunos lo tienen. Pero no importa. Las
cartas están trucadas. Y todos los esfuerzos de una vida no colmarán el vacío
de lo que tiene tiempos precisos para un buen aprendizaje.
No, no puede ser destruida la enseñanza
en España. Los sindicatos lo saben. Ellos la destruyeron. Hace mucho.
Septiembre de 2011. ABC
Señor Albiac: en un programa de televisión le he escuchado decir que un 6.5 es una nota en la Universidad escasa y ridícula, sólo quiero advertirle, pues su formación no es científica, que no es lo mismo estudiar periodismo, económicas o similares, que ingeniería de caminos, aeronáutica, etc. En estas carreras técnicas, el nivel de exigencia de la exámenes, aun sabiéndose el temario exigido, es enorme. Sólo quería hacerle saber ésto para sus próximas intervenciones en los medios de comunicación. Respecto del resto de sus opiniones sobre la ley de educación en ciernes, estoy bastante de acuerdo. Un saludo. Mauricio.
ResponderEliminarEstimado Mauricio:
ResponderEliminarMe temo que su mensaje, que aquí queda no obstante publicado, no llegará al Sr Albiac, autor de este artículo del que me hago eco en este blog, pero no del blog.
Un cordial saludo