sábado, 27 de febrero de 2016

Contra la nueva educación se presentó en Barcelona


La actualidad es impetuosa y hasta hoy no he podido hablar de la presentación oficial de Contra la nueva educación, que tuvo lugar en Casa del Libro de Barcelona el pasado día 24. ¿Qué podría contarles? Lo primero, que fue un lujo contar con Jordi Nadal y con Gregorio Luri, (quien dio una clase magistral -con perdón- de cómo se debe afrontar el debate educativo), como fue un gusto saludar a María, a Carlos, a Alexandre, a Sandra, a Miriam, a Miguel, a Xavier, a David, a Felipe, a Josep, a Juan, a Andrés, a Antonio, a Rocío y a otros amigos y conocidos en un día muy especial. No sé si, como tan generosamente afirmó Luri, "es imposible entender la pedagogía actual sin haber leído este libro", pero sí que agradezco mucho unas palabras que suponen un reconocimiento a mis intentos, mejor o peor ejecutados, de aportar una visión diferente de la hegemónica a la hora de pensar la educación.

No era el miércoles un día para extenderse en divagaciones (aunque es más que reconfortante que el buen número de asistentes fuera tan participativo y reflejara tan bien el propósito de abrir la discusión para incluir puntos de vista alejados del Discurso Único). Traté de agradecer a Plataforma su apuesta decidida por un texto pedagógicamente incorrecto y quise reflexionar sobre el entusiasmo, acerca de lo cual dejaré a continuación algunas notas ampliadas sobre lo que intenté transmitir.

Decía Rubén Darío: "no dejes apagar el entusiasmo, virtud tan valiosa como necesaria; trabaja, aspira, tiende siempre hacia la altura". Uno de los requisitos que hoy se exigen al docente (porque al docente nunca se le pide nada, siempre se le exige) es la vocación. Tengo muchas dudas de que esta sea una cualidad imprescindible para enseñar. Y muchas más de que se deba infravalorar a quien no la atesore. Si algo tiene de bueno escribir es que le permite a uno cuestionarse sus propias certezas. Poner por escrito lo que se piensa, unas veces te reafirma en tus planteamientos y otras te hace desechar ideas preconcebidas, prejuicios o posicionamientos equivocados. Si además tienes la oportunidad de conversar con quien opina diferente, todo resulta aún más eficaz y provechoso. Durante un tiempo yo mismo creí que la vocación era algo relevante a la hora de transmitir conocimiento, pues todos estamos de acuerdo en que un profesor que no sepa no tiene nada que transmitir, pero uno que sepa y no sea capaz de hacerlo llegar en las condiciones adecuadas al alumno, tendrá similares dificultades. Pero empiezo a estar casi seguro de que lo que necesita un profesor, además de, por supuesto, un buen dominio de la palabra (la herramienta esencial que ninguna tecnología podría sustituir) y un amplio conocimiento de su materia, no es vocación, pues esta es perfectamente reemplazable por la profesionalidad. Lo que convierte (o ayuda a que se aproxime a este ideal) a un maestro en un Maestro es el entusiasmo, una cualidad, por cierto, que tanto Gregorio Luri como Jordi Nadal poseen y que, además, es indiscutiblemente contagiosa. Hice esta reflexión porque de alguna manera es el entusiasmo el que ha provocado la publicación de este libro. El entusiasmo por defender algo en lo que creo: una enseñanza pública que cumpla con su misión de ser palanca de ascenso social, que ampare la igualdad real de oportunidades y que permita a quien lo merece llegar más lejos que quien no se lo gana. Considero que el ideal de una sociedad meritocrática no es posible sin un sistema educativo exigente, que premie el esfuerzo y valore el conocimiento. Sé bien que defender esto puede ser incómodo pero también que es lo más honrado moralmente hablando. Es incómodo porque no se puede reclamar exigencia sin ser  uno mismo autoexigente. No se puede reivindicar que se valore el conocimiento sino no se aspira a este, ni se puede hablar de esfuerzo sin estar dispuesto a ser ejemplo de constancia. Solo quien no está dispuesto a esmerarse puede sentirse molesto cuando se le habla de perseverancia. Solo quien no tiene interés en aprender es capaz de menospreciar el saber y la cultura. En definitiva, solo quien no quiere dejar de ser mediocre o ve peligrar sus privilegios considera elitista el mérito. Quiero recordar una idea de Antonio Muñoz Molina que me parece especialmente apreciable; él la llama "microética" y la describe así: "el eje de una vida decente creo que está en hacer lo mejor posible aquello que uno tiene que hacer, sea un artículo, un guiso de judías, un cuadro, una hora de clase, una mesa, una operación de urgencia. En el ámbito de la propia vida cotidiana cada uno tiene posibilidades infinitas de hacer que el mundo sea un poco mejor o un poco peor".

Y el propio Muñoz Molina recordaba en su ensayo "Todo lo que era sólido", aquello que decía Machado: "Qué difícil es / cuando todo baja / no bajar también", y decía que "donde no reina la exigencia ni se reconoce el esfuerzo costará mucho más que alguien dé lo mejor de sí, o incluso que descubra sus mejores capacidades. Pero lo contrario también es cierto, y la excelencia puede ser emulada igual que la mediocridad, y la buena educación se contagia igual que la grosería. Por eso importa tanto lo que uno hace en el ámbito de su propia vida, en la zona de irradiación directa de su comportamiento, no en el mundo gaseoso y fácilmente embustero de la palabrería".

Veo que en el mundo de la enseñanza no reinan ni la exigencia ni el reconocimiento del esfuerzo. Al contrario, los llamados expertos educativos, los gurús de la educación, apuestan por el éxito fácil, la igualdad en la ignorancia y la felicidad insustancial. Y veo también que ocupan un espacio en los medios de comunicación totalmente desproporcionado e inversamente proporcional a la sensatez de sus propuestas. Por eso he querido defender desde el entusiasmo, insisto, y la racionalidad otra visión de la enseñanza que, en mi humilde opinión, estaría mucho más cerca de lo que está la pedagogía oficial de alcanzar el objetivo kantiano de desarrollar al máximo las capacidades de cada uno. Y lo hago por puro convencimiento y porque creo, como el mismo Kant dejó escrito, que "únicamente por la educación el hombre llega a ser hombre". Y en esa batalla estoy. 


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