Hoy vengo decidido a dar la cara. Estoy dispuesto a
desvelar algunos de mis pecados, comenzando por el más imperdonable: yo fui a un
concierto de Mecano. No solo eso. También coreé las canciones mientras Ana daba
sus saltitos imitando a José Mota, José María rascaba todo digno su guitarra
y ponía cara de futuro compositor de ópera y hombre del Renacimiento, y Nacho Cano
agitaba la melena con su "poderoso giro de cintura" a lo He-Man,
teclado izquierdo, teclado derecho, lanzando gotas dedicadas de sudor a las chicas de las primeras filas. Y ahí
estaba yo, como un fan más. No sirven de excusa las tópicas alegaciones ("era
joven", "fue porque iba una chavala muy guapa del colegio"...). Era
joven, eso es verdad, pero fui porque me dio la gana y no había ninguna chavala a
la que quisiera seguir la pista. Y, puestos a confesarlo todo, hasta había en casa una
casete del grupo que más de una vez escuché.
Bien, ahora que me he quitado este espantoso peso de
encima, me va resultar mucho más fácil reconocer un segundo pecado, venial en comparación
con el primero, pero de ninguna manera disculpable. Tiene que ver, este sí, con la
enseñanza.
Cuando uno echa la vista atrás y trata de recordar
sesiones de evaluación, correcciones de exámenes y puestas de notas, se da
cuenta de que la exigencia de la que hace bandera no siempre se ha correspondido
con las determinaciones que ha tomado. Puedo asegurar que nunca he aprobado a un
"holgazán a tiempo completo", a un alumno de la que podemos llamar "modalidad seta". Pero
no puedo asegurar que no haya aprobado alguna vez a un alumno que no lo mereciera,
lo que, en la práctica, supone un agravio al alumno que supera la
asignatura con justicia. Tampoco soy de los que se dejan convencer por el
compañero que considera su asignatura más importante que la tuya y entiende que
debes aprobársela porque "total, para lo que le va servir en el
futuro" (en esos casos me enroco en la calificación asignada ,que
no es fruto precisamente de la improvisación, y no me muevo un milímetro de mi
postura) ni funcionan conmigo las presiones del director de turno (en esto
he tenido suerte y jamás se me ha sugerido siquiera cambiar una nota), padres, alumnos
u otros. Pero hay algo peor que todas las presiones imaginables: el desestimiento del propio docente a la hora de llevar hasta las últimas consecuencias el objetivo
de exigir a los alumnos lo que se les debe exigir.
Diría que entre los profesores hay tres tipologías:
el docente rocoso que jamás modificará (ni matizará) una calificación, llueva,
nieve, truene o se haya equivocado de alumno; el docente buenrrollista y
abraza-alumnos que aprueba de forma masiva para evitarles traumas y mantener su
nivel de popularidad (existe una segunda versión de esta tipología: el docente
miedoso e inseguro que acude a la sesión de evaluación sin haber decidido nada
y a expensas de las opiniones de sus compañeros, que habitualmente clausura el
repaso de las notas de cada alumno con un "venga, ya le apruebo yo la
mía"); y, por último, la del docente comprometido que quiere ser exigente
y no flaquear, pero que termina, muchas veces, limitándose a hacer "lo que puede", condicionado por la falta de respaldo a sus decisiones y por el escaso reconocimiento a su labor.
Este es, creo, el grupo más numeroso y en el que me incluyo, el de quienes nos
negamos a regalar un aprobado pero sabemos que no siempre hemos cumplido con el
nivel de exigencia requerido y recordamos situaciones, aunque sean las menos, en las que cedimos, subiendo ese medio punto o aceptando un trabajo como recuperación.
Que nadie me malinterprete, por favor. Tan injusto es culpar a
un profesor sobrepasado por la indisciplina de un grupo de "no saber
hacerse con él" como fustigar a otro por haber transigido en una sesión de
evaluación. Cuando un profesor "no se hace" con un grupo, se deben
buscar soluciones que le permitan ejercer con libertad y en condiciones
adecuadas su profesión. Cuando un profesor termina aprobando a quien no lo
merece, se deben buscar los motivos por los que ese profesor ha aceptado algo
que va en contra de sus principios y de la propia esencia de la educación. Pero
que busquemos las causas de un problema no debe suponer que eludamos nuestra
responsabilidad. Y la tenemos. Tipologías como la del profesor rocoso o la del
buenrrollista van a existir siempre. Es sobre esa amplia "clase media"
de docentes sobre la que hay que trabajar. Y quienes nos ubicamos en ella tenemos
la obligación de aprender de nuestros errores y empeñarnos en no repetirlos.
Aprobar a quien no lo merece es, sin duda, más cómodo, pero también es muy poco
responsable. Solo si somos conscientes de que no siempre hemos cumplido y nos
sentimos mal por ello, estaremos en disposición de mejorar como profesionales. No
podemos seguir criticando el igualitarismo a la baja si no nos mantenemos firmes
en nuestra exigencia. En definitiva, en un momento en el que se multiplican nuestros
adversarios, los profesores no podemos terminar siendo nuestros principales
enemigos.
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