Visito un pequeño club de
ajedrez, en una ciudad de provincias. Un lugar agradable, en cuyo salón hay una
docena de mesas con tableros, piezas y relojes de juego. Por las tardes se dan
clases infantiles, y la de hoy corresponde a niños de seis a diez años. Es la
hora de salida del cole, y los pequeños cabroncetes llegan acompañados por los
padres, con mochilas multicolores, anoraks y gorros de lana. Con sus inocentes
caras de panoli, en contraste con esas miradas perspicaces a las que nada
escapa. Saludos, conversaciones, risas. Bullicio. Nueve chicos y tres chicas.
Se conocen de clases anteriores, y algunos vienen del mismo colegio. Bromean
entre ellos, hablan con naturalidad de jugadas, ejercicios de ajedrez y
partidas pasadas. Tiene gracia ver a renacuajos de seis años hablando con
aplomo de mates del pastor y de reyes ahogados. Sorprende que hasta los más
pequeños se comporten como veteranos, con la seguridad de quienes están
familiarizados con las piezas y el tablero. También los padres cambian
impresiones. No puedo evitar mirarlos con admiración. Con respeto. Nadie los
obliga a que sus hijos aprendan ajedrez. Es más cómodo llevarlos a un parque, o
a casa, y ahorrar los treinta euros al mes que cuestan las clases. Quienes
puedan pagarlos. Pero aquí están, puntuales como cada miércoles. Dispuestos a
esperar mientras sus enanos juegan. Aprenden. Cuajan.
No
se trata de hacer campeones. Mi amigo Leontxo García, paladín del ajedrez
infantil, lo ha dicho muchas veces: es una estupenda actividad complementaria
para los pequeños, porque es divertida y porque los acostumbra a pensar antes
de hacer las cosas. Además, un niño familiarizado con este juego puede mejorar
hasta un 17 por ciento su capacidad intelectual -hay conexión directa entre la
lógica del ajedrez y la lógica matemática- y también su comprensión lectora,
pues el tablero ayuda a interpretar signos, asociarlos y sacar conclusiones.
Los padres que traen a sus hijos son conscientes de eso. Saben que así los
dotan de otra herramienta útil para moverse por el territorio hostil que
siempre, al cabo, resulta ser la vida. Con tres elementos añadidos, importantes
para la educación de un niño: la conciencia de que existen reglas, el respeto
por el adversario -en el ajedrez y en la calle siempre habrá alguien más listo
que tú- y acostumbrarlo a encajar victorias y derrotas con naturalidad. Con
elegancia.
Llega
el maestro de ajedrez: un individuo de aire malhumorado, sobre los cincuenta
años. No tiene aspecto simpático. Con dos palmadas hace que los niños ocupen
sus lugares y dispongan las piezas. Luego pide a los padres que desaparezcan.
Que se larguen. Nada de ver cómo juega mi chaval, ni de nenes haciendo monerías
para sus papis. El ajedrez no se juega en familia. Obedecen todos; pero como no
soy padre y estoy de visita, me quedo en la puerta con algún otro progenitor,
mirando de lejos. Al profesor no le hace gracia -nos dirige una mirada hostil-
pero al cabo decide fingir que no nos ve. Y empieza la clase.
Lo
que asombra, desde el principio, es la disciplina. Acostumbrados como estamos a
que sean los enanos quienes dan el tono, el contraste es notable. Ha bastado la
presencia del profesor para que todos se callen y jueguen. Aperturas, gambitos.
Todo ocurre con insólita seriedad infantil. De codos en la mesa, los niños
alargan la mano para mover una pieza, miran al contrincante. El silencio y el
orden son absolutos. El maestro de ajedrez pasea severo, mirando los tableros.
Haciendo una indicación a este o aquel jugador. Los niños obedecen en silencio,
respetuosos. Tan formales que dejan estupefacto. No puedes evitar acordarte de
tus maestros de infancia, cuya sola presencia bastaba para imponer disciplina a
toda una clase. Y es que, concluyes, éste es un lugar privado. Aquí no hay
docencia psicopedagógica políticamente correcta, sino un maestro docto en lo
suyo, disciplina y niños deseosos de aprender: alumnos voluntarios que aceptan
las reglas. En críos de su edad, eso resulta tan fascinante que acabas
preguntándote hasta qué punto escenas así no siguen siendo necesarias. Hasta
qué punto los viejos maestros como siempre fueron -severos, sabios, infundiendo
respeto-, no hacen mejores a quienes tutelan. Y cuando uno de los niños mira a
otro y dice algo en voz baja, distrayéndose del juego, observo que el maestro
de ajedrez se acerca y le da una ligera colleja: un pescozón de toda la vida,
que devuelve la atención del chico a su tablero. Algo que en un colegio de
ahora podría costar al profesor un disgusto, un expediente, un titular en los
periódicos. Y que desde la puerta, en donde curiosea conmigo, el padre del niño
acoge con un movimiento de cabeza resignado, y con una sonrisa.
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