NOTA: El título de este artículo hace
referencia a lo que, en opinión de quien escribe, son las dos caras de una
misma moneda: la política es la cara cutre; el sindicalismo, entendido a la
manera tradicional, la casposa.
Recientemente, un sindicalista de cuyas
siglas no quiero acordarme exponía su análisis del anteproyecto de ley
educativa del PP. Entre los numerosos disparates proclamados, hubo algo que me dejó
especialmente pensativo. Según el
sindicalista, el PP "solo quiere mejorar los resultados estadísticos" mientras ellos, su sindicato, entienden que lo que hace falta es "mayor inversión".
No es la primera vez que en este blog
rompo una lanza en favor de la equidistancia. Es este un principio que
considero esencial, pues propicia una cierta mesura en los posicionamientos que
me parece más que deseable en estos tiempos (y en todos).
La equidistancia es a veces incómoda y
parece exigir de uno mismo más justificación que la que otros necesitan para
sostener sus posiciones extremas. Pero hay ocasiones en que, felizmente, unos y
otros lo ponen asombrosamente fácil. Es el caso del compañero sindicalista y,
casi siempre, de los políticos. ¿En qué lado posicionarme: en el de la
exigencia de inversión como condición sine
qua non para la calidad de la enseñanza o en el del objetivo único de mejorar los
resultados estadísticos y maquillar el índice de fracaso escolar? Nunca uno vio tan sencillo
situarse en el término medio entre dos actitudes extremas (actitudes extremas que
Aristóteles denominaba “vicios” en oposición a la “virtud” -un hombre es
virtuoso cuando actúa rectamente de acuerdo con un "justo término
medio" que evite tanto el exceso como el defecto, lo que requiere de un cierto tipo de sabiduría práctica a la que Aristóteles llamaba “prudencia”
o phrónesis-).
Cualquiera con dos
dedos frente entiende que la inversión en la educación pública es necesaria,
pero pocos son capaces de defender con argumentos sólidos que el principal problema
de nuestro sistema educativo es la falta de inversión. Por otra parte, todo
profesor con una mínima experiencia en el aula y un pellizco de sentido común
sabe que para acicalar las estadísticas basta con renunciar (más aún) a la mejora de la formación académica e intelectual de nuestros alumnos, es decir, basta con devaluar
(más aún) el aprobado.
Suponiendo que estas dos posturas, la del sindicato referido y la del Gobierno, fueran razonables (que no lo son) y que ambas convergieran (que no lo harán porque ni el primero se lo cree del todo ni el segundo quiere gastar), imaginando que realmente se invirtiera más dinero en educación y nuestro país escalara puestos en la clasificación de los informes internacionales, ¿habría mejorado la situación? No. Se mantendría la deficiente formación de los alumnos y, encima, seríamos más pobres. El falso axioma de “a mayor inversión, mayor calidad” conlleva un riesgo evidente: el olvido de que lo que se debe conseguir mediante una reforma educativa es la mejora real de la formación (en otras palabras: que los alumnos sepan). Lo otro es, o tirar el dinero de todos, o ponernos guapos por fuera mientras seguimos siendo muy poco agraciados por dentro.
Suponiendo que estas dos posturas, la del sindicato referido y la del Gobierno, fueran razonables (que no lo son) y que ambas convergieran (que no lo harán porque ni el primero se lo cree del todo ni el segundo quiere gastar), imaginando que realmente se invirtiera más dinero en educación y nuestro país escalara puestos en la clasificación de los informes internacionales, ¿habría mejorado la situación? No. Se mantendría la deficiente formación de los alumnos y, encima, seríamos más pobres. El falso axioma de “a mayor inversión, mayor calidad” conlleva un riesgo evidente: el olvido de que lo que se debe conseguir mediante una reforma educativa es la mejora real de la formación (en otras palabras: que los alumnos sepan). Lo otro es, o tirar el dinero de todos, o ponernos guapos por fuera mientras seguimos siendo muy poco agraciados por dentro.
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