En España algo que
nunca ha faltado son los defensores de la ignorancia. Tradicionalmente, solían
pertenecer a los gremios más reaccionarios, y por lo tanto más interesados en
la sumisión analfabeta de las mayorías. Nada como la ignorancia para asegurar
la fe en los milagros y la reverencia hacia los terratenientes, y para asegurarles
a estos las masas de jornaleros dispuestos a trabajar a cambio de salarios de
limosna en sus latifundios, y en caso necesario a dejarse poner uniformes y a
servir de carne de cañón en las guerras, marcando el paso en los desfiles ante
el Santísimo y la bandera a los sones de un pasodoble patriótico. Predicadores
de los catecismos socialistas utópicos del siglo XIX alentaban con una misma
elocuencia las cooperativas obreras y la instrucción pública, y las primeras
mujeres rebeldes que reclamaban la igualdad con valentía inaudita celebraban el
aprendizaje y el conocimiento como herramientas necesarias para conseguirla.
Los socialistas y los anarquistas competían fieramente y a veces
violentamente entre sí, e imaginaban paraísos obreros incompatibles, pero
tenían en común una pasión idéntica por la educación. El saber mejoraba y
liberaba; la ignorancia embrutecía. La reacción levantaba iglesias, cuarteles,
conventos, plazas de toros; ser progresista —noble palabra liberal que en
nuestra juventud quedó encogida y amputada y caricaturizada en el término
“progre”— significaba, prioritariamente, levantar escuelas e institutos de
enseñanza media desde los cuales irradiara el entusiasmo del conocimiento, la
eficacia práctica y cívica de la racionalidad. Aprender mejoraba la vida de las
personas y fomentaba la prosperidad del país, al permitir el despliegue
colectivo de las formas más variadas del talento individual. En medio de las
nieblas místicas del 98, inteligencias tan apegadas a la realidad de las cosas
como la de Joaquín Costa, Giner de los Ríos y Santiago Ramón y Cajal proponían
remedios muy semejantes para sacar al país del atraso y la abismal injusticia:
escuela y despensa, regadíos, preparación técnica y científica, trabajo fértil
y no humillante, estudio. A la II República le dio tiempo a hacer pocas cosas,
pero algunas de las prioritarias fueron las escuelas y los institutos, y unos
planes de bachillerato tan rigurosos que ni el franquismo pudo desguazarlos del
todo. Que los matarifes del ejército sublevado en julio de 1936 se dieran tanta
prisa en ejecutar a los maestros de escuela es el indicio de otro orden de
prioridades.
Una de las sorpresas más desagradables
de la democracia fue que la izquierda abandonara su viejo fervor por la
instrucción pública para sumarse a la derecha en la celebración de la
ignorancia. Y así se ha dado la paradoja de que al mismo tiempo que se cumplía
el sueño de la escolarización universal triunfaba una sorda conspiración para
volverla inoperante. La izquierda política y sindical decidió, misteriosamente,
que la ignorancia era liberadora y el conocimiento, cuando menos, sospechoso,
incluso reaccionario, hasta franquista. En otra época los argumentos contra el
saber oscilaban entre un amor roussoniano por el niño como buen salvaje y una
afición maoísta por convertir la mente en una pizarra en blanco en la que se
inscribirían con más facilidad las consignas políticas. Ahora, como no podía
ser menos, los celebradores del analfabetismo feliz echan mano de las nuevas
tecnologías: ¿Quién necesita aprender nada, si todo el conocimiento está
fácilmente, risueñamente disponible, con solo teclear en un teléfono móvil?
Gracias a Internet, ejercitar y alimentar la memoria es una tarea tan obsoleta
como aprender a cazar con arcos y flechas. Lo que hace falta no es embutir en
los cerebros infantiles o juveniles “contenidos” que en muy poco tiempo se
quedarán anticuados, y a los que en cualquier caso se puede acceder sin ninguna
dificultad, sino alentar “actitudes”, otra palabra fetiche en esa lengua de
brujos. Que el niño no aprenda, sino que aprenda a aprender, repiten, que
desarrolle su creatividad, espíritu crítico, a ser posible transversalmente,
etcétera.
Tanta palabrería de sonsonete científico encubre nociones
extraordinariamente primitivas sobre la inteligencia y sobre la memoria: como
si ésta fuera un fardo que pesará más cuanto más se cargue en ella, un almacén
en el que los conocimientos aguardan a ser reclamados, como se recupera un
archivo en un ordenador. Ni la curiosidad, ni el espíritu crítico, ni la tan
celebraba creatividad se sustentan en el vacío. En los estudios más competentes
sobre el funcionamiento de la inteligencia creativa se descubre cada vez más el
valor de lo que se llama “working memory”: la memoria que trabaja, la memoria
activa, la que compara ágilmente una experiencia inmediata con otras anteriores
o con ejemplos aprendidos en los repertorios culturales, la que al poner juntos
elementos en apariencia lejanos entre sí descubre conexiones y posibilidades
nuevas. Es una poderosa y muy bien adiestrada memoria visual la que permite a
un artista vislumbrar lo excepcional en lo común, lo semejante en lo que
parecía diverso —y también a distinguir entre lo verdaderamente nuevo y la
moneda falsa de la moda, y a saber que en la plena originalidad hay siempre un
fondo inmemorial de experiencia del mundo—.
El conocimiento histórico o científico
no son fardos inertes que estarán esperando a ser consultados en la Wikipedia,
igual que un aparador inútil que acumula polvo en un guardamuebles. Lo que
sabemos del pasado sucede en el presente, porque nos ayuda en la tarea
imperiosa de intentar comprenderlo, y por lo tanto nos pone en guardia contra
las manipulaciones y los groseros embustes a los que son tan aficionadas las
castas políticas y los ideólogos. Sin una conciencia histórica informada y
activa no hay manera de valorar lo que sucede ahora mismo, porque no hay
términos de comparación con lo que sucedía hace muy poco o hace mucho; y tan
necesaria como la conciencia histórica es un grado solvente de conciencia
geográfica: la idea tribal de que el lugar de uno es el centro del mundo tendrá
menos fervorosos adeptos si en la escuela y en el instituto se enseña la
amplitud y la variedad de los paisajes y de las formas de vida.
Que tanta información sea ahora inmediatamente accesible es una
razón más para instruirnos en el rigor del conocimiento, no para desdeñarlo
como innecesario: igual que la sensibilidad literaria se educa leyendo, y el
oído escuchando, y la mirada viendo arte, la inteligencia crítica se afila
aprendiendo a distinguir la información sólida y contrastada de la propaganda,
el bulo y la calumnia. El saber despierta el apetito de saber más; la
ignorancia sólo alimenta ignorancia y desgana.
En la izquierda, cualquier crítica del estado actual de la
educación activa como un anticuerpo la acusación de nostalgia del franquismo.
La derecha se ríe con esa sonrisa cínica del ministro de Educación: ellos van a
lo suyo, a desmantelar lo público y favorecer los intereses privados y el
dominio de la Iglesia, y en cualquier caso siempre tienen medios para costear
estudios de élite y másteres a sus hijos. Es la clase trabajadora la que paga
el precio de tantos años de despropósitos. De nuevo la ignorancia es el mayor
obstáculo para salir de la pobreza. Quizás no falta mucho tiempo para que
aparezcan de nuevo visionarios que vayan predicando por los barrios populares
la utopía liberadora de la instrucción pública.
Publicado en El País.
Algún día alguien tendrá que escribir el relato de cómo la izquierda renunció a la instrucción pública para pasar a convertirse en su mayor enemigo.
ResponderEliminarEl texto de Muñoz Molina, simplemente magistral.
Así es. Y, una vez hubo renunciado,tuvo que inventar toda es jerga ridícula pseudoprogresista para disimular. Creo que fue Umberto Eco el que dijo que disimular era extender un velo compuesto de tinieblas honestas, del cual no se forma lo falso sino que se da un cierto descanso a lo verdadero. Algo parecido ha hecho la izquierda. No dirá nunca con claridad que está en contra de los conocimientos pero extenderá su velo psicopedagógico hasta que aquellos queden tan ocultos que ni siquiera se puedan intuir.
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