viernes, 19 de abril de 2013

¿“La educación no puede ser una carrera de obstáculos”?.


Comencé a tomar las primeras lecciones de guitarra a los nueve años. Aunque el tiempo ha nublado parte de mis recuerdos, parece que fue ayer cuando aprendía, primero, a sentarme bien, luego a coger el instrumento con naturalidad, a colocar la mano derecha sobre las cuerdas y la izquierda sobre los trastes, a relajar la espalda, a afinar la guitarra, a cambiar una cuerda. Un tiempo después comencé a pulsar una cuerda con un solo dedo, más tarde con dos alternando índice-medio, para llegar a la pulsación con el pulgar y, poco a poco, se fueron sumando dedos a la fiesta, incluso tocando al mismo tiempo. Anteriormente hube de aprender los rudimentos del lenguaje musical (entonces solfeo), es decir, a leer una partitura sencilla antes de intentar interpretarla. Haciendo una gran elipsis, llegamos a los tiempos en que dejo de ser estudiante (si es que alguna vez dejamos de serlo) y paso a ser intérprete. El método, a la hora de afrontar una nueva obra musical, no es menos sacrificado y acostumbra a tener dos vertientes que terminarán confluyendo: la técnica y la musical, la primera al servicio de la segunda. Hay un trabajo previo de lectura de la partitura, digitación (consistente es escoger qué dedos de una y otra mano intervendrán en cada momento) y análisis, aspecto este que entronca ya con la tercera y última fase, antes de la cual nos encontramos con el momento del trabajo más técnico: la observación de las dificultades, la resolución de pasajes que no funcionan y la repetición de mecanismos y recursos técnicos que permitan que las notas estén en su sitio y como deben. La última etapa es aquella en la que uno dilucida cómo quiere interpretar la obra y toma decisiones en cuanto a fraseo, dinámica, concepción musical … con el apoyo del mayor bagaje cultural y musicológico posible.

El proceso anterior, encaminado a la interpretación musical desde un punto de vista profesional, contiene en el fondo premisas similares a las de cualquier aprendizaje. Basta leer las “Instrucciones para subir una escalera” de Cortázar para constatar que todo aprendizaje, por básico que nos parezca, implica un esfuerzo. Olvidamos muchas veces que nos costó un esfuerzo aprender a atarnos los zapatos o andar en bici. Conducimos sin esfuerzo porque ya sabemos hacerlo. Cortamos sin problemas un filete porque nos enseñaron a hacerlo y lo repetimos muchas veces.

No pretendo con todo esto contar obviedades, sino defender que muchas veces nos complicamos la vida despreciando el pluralitas non est ponenda sine necessitate de Guillermo de Okham (la teoría de que, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta) y olvidamos que, por mucho que nos empeñemos en buscar otros factores, para aprender siempre ha habido uno irreemplazable: el esfuerzo.

Determinada corriente de opinión (incluyendo un porcentaje no reducido de sindicalistas y profesores -esto último es, sin duda, lo más preocupante-) sostiene que la educación “no puede convertirse en una carrera de obstáculos”. ¿No? ¿No puede? ¿No debe? ¿Qué debe ser la educación sino un entrenamiento que permita al alumno superar los obstáculos que se va a encontrar una vez se integre en la sociedad? ¿Cómo va a adquirir las herramientas que se lo permitan si eliminamos los obstáculos? ¿Qué, excepto respirar, puede aprenderse sin esfuerzo? Hablamos constantemente de “conquistas sociales” que están siendo cuestionadas por “los poderosos”. Cierto, pero también el conocimiento y la cultura son conquistas, no dones divinos. Y requieren un esfuerzo. La educación, el conocimiento, no pueden regalarse. Ofrecerlos es una obligación y un derecho social, pero su aprovechamiento es una conquista. Es el alumno el que debe hacerse merecedor del conocimiento por medio de su esfuerzo. Demóstenes decía que quien no hace un esfuerzo para ayudarse a sí mismo, no tiene derecho a solicitar ayuda a los demás. Fue Demóstenes un ejemplo de perseverancia. Soñaba con llegar a ser un gran orador, pero no tenía dinero para pagar a sus maestros, ni tampoco conocimientos; además, era tartamudo. Pero se empeñó en asistir a los discursos de los filósofos y oradores más prestigiosos y decidió preparar su propio discurso. Fue un fracaso. El público no le dejó terminar y se mofó de él. Sus amigos le aconsejaron que aparcara su sueño. Pero Demóstenes se crecía ante la adversidad. Se afeitó la cabeza, ejercitó sus pulmones, se llenó la boca de piedras y se puso un cuchillo entre los dientes para forzarse a hablar sin tartamudear, pasó muchas horas ensayando frente al espejo. Años después, sería ovacionado durante un discurso y elegido embajador de la ciudad.

Impediremos que surjan más Demóstenes si creemos que la misión de la escuela es evitar los obstáculos a nuestros alumnos, pues de esta manera nunca aprenderán a afrontarlos solos. Alguien dijo que esta sociedad empieza a convertirse en un gran parque de atracciones. El problema no es solo ese, sino que además, la entrada es demasiado cara.

2 comentarios:

  1. Magnífico artículo, en mi modesta opinión de profesor que cree en todo lo que ahí arriba se expresa. Cada éxito existencial del ser humano no ha sido otra cosa que la superación de un obstáculo. Enhorabuena.

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