Comencé a tomar las primeras lecciones de guitarra
a los nueve años. Aunque el tiempo ha nublado parte de mis recuerdos, parece
que fue ayer cuando aprendía, primero, a sentarme bien, luego a coger el
instrumento con naturalidad, a colocar la mano derecha sobre las cuerdas y la
izquierda sobre los trastes, a relajar la espalda, a afinar la guitarra, a
cambiar una cuerda. Un tiempo después comencé a pulsar una cuerda con un solo
dedo, más tarde con dos alternando índice-medio, para llegar a la pulsación con
el pulgar y, poco a poco, se fueron sumando dedos a la fiesta, incluso tocando
al mismo tiempo. Anteriormente hube de aprender los rudimentos del lenguaje
musical (entonces solfeo), es decir, a leer una partitura sencilla antes de
intentar interpretarla. Haciendo una gran elipsis, llegamos a los tiempos en
que dejo de ser estudiante (si es que alguna vez dejamos de serlo) y paso a ser
intérprete. El método, a la hora de afrontar una nueva obra musical, no es
menos sacrificado y acostumbra a tener dos vertientes que terminarán
confluyendo: la técnica y la musical, la primera al servicio de la segunda. Hay
un trabajo previo de lectura de la partitura, digitación (consistente es
escoger qué dedos de una y otra mano intervendrán en cada momento) y análisis, aspecto
este que entronca ya con la tercera y última fase, antes de la cual
nos encontramos con el momento del trabajo más técnico: la observación de las
dificultades, la resolución de pasajes que no funcionan y la repetición de
mecanismos y recursos técnicos que permitan que las notas estén en su sitio y
como deben. La última etapa es aquella en la que uno dilucida cómo quiere
interpretar la obra y toma decisiones en cuanto a fraseo, dinámica, concepción
musical … con el apoyo del mayor bagaje cultural y musicológico posible.
El proceso anterior,
encaminado a la interpretación musical desde un punto de vista profesional,
contiene en el fondo premisas similares a las de cualquier aprendizaje. Basta
leer las “Instrucciones para subir una escalera” de Cortázar para constatar que
todo aprendizaje, por básico que nos parezca, implica un esfuerzo.
Olvidamos muchas veces que nos costó un esfuerzo aprender a atarnos los zapatos
o andar en bici. Conducimos sin esfuerzo porque ya sabemos hacerlo. Cortamos sin
problemas un filete porque nos enseñaron a hacerlo y lo repetimos muchas veces.
No pretendo con
todo esto contar obviedades, sino defender que muchas veces nos complicamos la
vida despreciando el pluralitas non est ponenda sine necessitate
de Guillermo de Okham (la
teoría de que, en igualdad de
condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta) y
olvidamos que, por mucho que nos empeñemos en buscar otros factores, para
aprender siempre ha habido uno irreemplazable: el esfuerzo.
Determinada corriente de opinión (incluyendo un
porcentaje no reducido de sindicalistas y profesores -esto último es, sin duda,
lo más preocupante-) sostiene que la educación “no puede convertirse en una
carrera de obstáculos”. ¿No? ¿No puede? ¿No debe? ¿Qué debe ser la educación
sino un entrenamiento que permita al alumno superar los obstáculos que se va a
encontrar una vez se integre en la sociedad? ¿Cómo va a adquirir las
herramientas que se lo permitan si eliminamos los obstáculos? ¿Qué, excepto
respirar, puede aprenderse sin esfuerzo? Hablamos constantemente de “conquistas
sociales” que están siendo cuestionadas por “los poderosos”. Cierto, pero también
el conocimiento y la cultura son conquistas, no dones divinos. Y requieren un
esfuerzo. La educación, el conocimiento, no pueden regalarse. Ofrecerlos es una
obligación y un derecho social, pero su aprovechamiento es una conquista. Es el
alumno el que debe hacerse merecedor del conocimiento por medio de su esfuerzo.
Demóstenes decía que quien no hace un esfuerzo para ayudarse a sí
mismo, no tiene derecho a solicitar ayuda a los demás. Fue Demóstenes un
ejemplo de perseverancia. Soñaba con llegar a ser un gran orador, pero no tenía
dinero para pagar a sus maestros, ni tampoco conocimientos; además, era
tartamudo. Pero se empeñó en asistir a los discursos de los filósofos y oradores más
prestigiosos y decidió preparar su propio discurso. Fue un fracaso. El público
no le dejó terminar y se mofó de él. Sus amigos le aconsejaron que aparcara su
sueño. Pero Demóstenes se crecía ante la adversidad. Se afeitó la cabeza, ejercitó sus pulmones,
se llenó la boca de piedras y se puso un cuchillo entre los dientes para
forzarse a hablar sin tartamudear, pasó muchas horas ensayando frente al espejo.
Años después, sería ovacionado durante un discurso y elegido embajador de la
ciudad.
Impediremos que surjan más Demóstenes si
creemos que la misión de la escuela es evitar los obstáculos a nuestros
alumnos, pues de esta manera nunca aprenderán a afrontarlos solos. Alguien dijo
que esta sociedad empieza a convertirse en un gran parque de atracciones. El problema
no es solo ese, sino que además, la entrada es demasiado cara.
Magnífico artículo, en mi modesta opinión de profesor que cree en todo lo que ahí arriba se expresa. Cada éxito existencial del ser humano no ha sido otra cosa que la superación de un obstáculo. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuy amable, Manuel.
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