Nadie
puede negar el tufillo neoliberal que se desprende de algunos puntos del anteproyecto
de ley que hacen referencia a la productividad
o a la empleabilidad, lo que puede
suponer una cierta segregación ideológica
en tanto en cuanto clasifica a los alumnos en función de su potencial
rentabilidad económica para con la sociedad, olvidando algo tan importante y tan obvio como que el objetivo de la
educación no es la reducción de la prima de riesgo sino la formación de
ciudadanos desde el punto de vista académico e intelectual.
Es
igualmente innegable que el texto ampara la segregación
por sexos en la enseñanza privada-concertada, aspecto este absolutamente
rechazable en centros sostenidos con fondos públicos.
Ahora
bien, no es posible defender con argumentos serios que la ley fomentará el clasismo y el segregacionismo a través de itinerarios selectivos y
tempranos (porque si establecer itinerarios tempranos
es segregacionaista, también lo sería
la creación, como viene haciéndose desde hace tiempo, de grupos de diversificación para los
alumnos más “justos” o grupos bilingües para los más “avispados”) como no puede
tildarse de segregacionista la repetición
de curso, por ineficaz, pues a estas alturas ya no deberían quedar dudas de la
nula eficacia que ha tenido la promoción automática.
En cuanto al clasismo, lo
verdaderamente clasista es
conformarse con un sistema educativo mediocre que impide a los alumnos
socio-económicamente desfavorecidos progresar y llegar más lejos, si lo
merecen, que aquellos cuya situación es, a priori, más acomodada. Para que lo
primero no ocurra, es imprescindible:
a) Concebir otras vías para aquellos alumnos
que no pueden o no quieren aprender;
b) Tender a un sistema que premie el esfuerzo
y el mérito;
c) Comprender que la igualdad nunca puede ser el punto de llegada sino el punto de partida.
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