El anteproyecto de Ley
Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa ha originado una feroz
oposición. Mi valoración tampoco es positiva. Sin embargo, los motivos de
esta consideración negativa poco tienen que ver con las argumentaciones que se
han venido leyendo y escuchando y que han optado por criticar desde el
sectarismo y lo políticamente correcto sin entrar a profundizar en lo
verdaderamente importante: cómo se puede mejorar la formación de nuestros
alumnos y en qué beneficiará o perjudicará esta séptima ley educativa en
relación con ese propósito.
Si algo ha quedado claro
en estos últimos tiempos es que determinados postulados han fracasado.
Comprensividad, escuela inclusiva, igualitarismo… son conceptos que se han
repetido como mantras, mientras otros como conocimiento, exigencia o diferenciación
(en el sentido del establecimiento de distintas vías en la enseñanza) han sido
tachados de pasados de moda por quienes, instalados en el populismo, han sido
parte fundamental en el deterioro de la enseñanza pública. Por poner un
ejemplo, nada hay de segregación en el establecimiento de itinerarios
diferenciados de forma temprana o en la búsqueda de soluciones para aquellos
alumnos que no quieren o no pueden estudiar. Si aceptásemos que esto es
segregar, también lo sería la separación de alumnos en función de sus
capacidades (como sucede en los grupos de diversificación o en los grupos
bilingües). La cuestión es: ¿qué pretendemos? Y de esta pregunta se derivan
varias opciones: ¿reducir el fracaso escolar y maquillar la estadística o
mejorar la formación académica? ¿Una formación mediocre para todos o que todos
los alumnos puedan desarrollar al máximo sus capacidades, lo que siempre
conllevará una inevitable desigualdad?
Encontramos en el
anteproyecto algunos elementos que rompen con los tópicos que, de alguna
manera, nos han llevado a la situación actual. Este sería, siempre que no quede
en una cuestión terminológica y, por lo tanto, cosmética, el aspecto más
positivo de la LOMCE y el que, con toda probabilidad, encontrará las mayores
resistencias: una enseñanza más diferenciada, itinerarios tempranos, pruebas
externas (que deberán responder al nivel de exigencia adecuado) tras el primer
ciclo, al final de la ESO y al término del Bachillerato; posible fin de la
promoción automática o intención de fomentar y modernizar la formación
profesional.
Lamentablemente, los
aspectos negativos son preocupantes: un enfoque excesivamente economicista que
olvida que el sistema educativo, si apostara por el enriquecimiento cultural y
la formación académica del ciudadano como valores fundamentales, redundaría sin
duda en la prosperidad económica y mercantil del país pero, sobre todo, en el
progreso de la sociedad; el establecimiento de un objetivo equivocado como la
reducción del fracaso escolar cuando la meta debería ser la mejora de la
formación; la renuncia a la ampliación del Bachillerato a tres cursos; la
potenciación de la función directiva y la acumulación del poder en manos de los
directores, que podrán adaptar los recursos humanos a las necesidades del
centro (lo que supondrá que el profesorado tenga que asumir cualquier tipo de
tarea, docente o no, para evitar no ser contratado o salir desplazado); la
tramposa autonomía de los centros y la más que probable formación de plantillas
del profesorado en función de su encaje o no, siempre a juicio del director, en
el perfil apropiado a la metodología de su centro; la vergonzosa protección,
por ley y en contra de las resoluciones del Tribunal Supremo, de los conciertos
de los colegios que segregan por sexo; las acciones dirigidas a fomentar la
calidad entendida de forma puramente burocrática; el golpe asestado a las
humanidades (supresión del Bachillerato de Artes Escénicas, Música y Danza,
eliminación de carga lectiva a asignaturas como Música, Historia del Arte o Cultura
Clásica y marginación del Latín o el Griego, lo cual evidencia que, para
nuestros gobernantes, las humanidades no son rentables desde el punto de vista
político y económico, y sobre todo, que quienes tanto hablan de educación en
valores, se están refiriendo a unos valores muy concretos: los que supongan un
aumento de la productividad y un crecimiento económico).
En definitiva, si leyes
anteriores eliminaban los niveles de exigencia, reduciendo, casi jibarizando
los contenidos, esta nueva ley parece querer hacer lo propio con aquellos
contenidos que no garanticen un futuro beneficio económico: pasamos del
igualitarismo a la empleabilidad, de la pedagogía new-age a la pedagogía
demoscópica. Una cosa está clara: la educación pública no puede basarse
en objetivos estadísticos (disminución del fracaso escolar o de la tasa de
abandono, es decir, elevación del puesto que ocupa España en los informes
internacionales) ni económicos. La finalidad de la educación pública no es la
reducción de la prima de riesgo, el descenso del paro o la salida a la crisis.
Ni es responsable de ellos, ni puede ni debe ser la solución.
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