lunes, 28 de enero de 2013

De la pedagogía 'new-age' a la pedagogía demoscópica. Alberto Royo.


El anteproyecto de Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa ha originado una feroz oposición. Mi valoración tampoco es positiva. Sin embargo, los motivos de esta consideración negativa poco tienen que ver con las argumentaciones que se han venido leyendo y escuchando y que han optado por criticar desde el sectarismo y lo políticamente correcto sin entrar a profundizar en lo verdaderamente importante: cómo se puede mejorar la formación de nuestros alumnos y en qué beneficiará o perjudicará esta séptima ley educativa en relación con ese propósito.

Si algo ha quedado claro en estos últimos tiempos es que determinados postulados han fracasado. Comprensividad, escuela inclusiva, igualitarismo… son conceptos que se han repetido como mantras, mientras otros como conocimiento, exigencia o diferenciación (en el sentido del establecimiento de distintas vías en la enseñanza) han sido tachados de pasados de moda por quienes, instalados en el populismo, han sido parte fundamental en el deterioro de la enseñanza pública. Por poner un ejemplo, nada hay de segregación en el establecimiento de itinerarios diferenciados de forma temprana o en la búsqueda de soluciones para aquellos alumnos que no quieren o no pueden estudiar. Si aceptásemos que esto es segregar, también lo sería la separación de alumnos en función de sus capacidades (como sucede en los grupos de diversificación o en los grupos bilingües). La cuestión es: ¿qué pretendemos? Y de esta pregunta se derivan varias opciones: ¿reducir el fracaso escolar y maquillar la estadística o mejorar la formación académica? ¿Una formación mediocre para todos o que todos los alumnos puedan desarrollar al máximo sus capacidades, lo que siempre conllevará una inevitable desigualdad?

Encontramos en el anteproyecto algunos elementos que rompen con los tópicos que, de alguna manera, nos han llevado a la situación actual. Este sería, siempre que no quede en una cuestión terminológica y, por lo tanto, cosmética, el aspecto más positivo de la LOMCE y el que, con toda probabilidad, encontrará las mayores resistencias: una enseñanza más diferenciada, itinerarios tempranos, pruebas externas (que deberán responder al nivel de exigencia adecuado) tras el primer ciclo, al final de la ESO y al término del Bachillerato; posible fin de la promoción automática o intención de fomentar y modernizar la formación profesional.

Lamentablemente, los aspectos negativos son preocupantes: un enfoque excesivamente economicista que olvida que el sistema educativo, si apostara por el enriquecimiento cultural y la formación académica del ciudadano como valores fundamentales, redundaría sin duda en la prosperidad económica y mercantil del país pero, sobre todo, en el progreso de la sociedad; el establecimiento de un objetivo equivocado como la reducción del fracaso escolar cuando la meta debería ser la mejora de la formación; la renuncia a la ampliación del Bachillerato a tres cursos; la potenciación de la función directiva y la acumulación del poder en manos de los directores, que podrán adaptar los recursos humanos a las necesidades del centro (lo que supondrá que el profesorado tenga que asumir cualquier tipo de tarea, docente o no, para evitar no ser contratado o salir desplazado); la tramposa autonomía de los centros y la más que probable formación de plantillas del profesorado en función de su encaje o no, siempre a juicio del director, en el perfil apropiado a la metodología de su centro; la vergonzosa protección, por ley y en contra de las resoluciones del Tribunal Supremo, de los conciertos de los colegios que segregan por sexo; las acciones dirigidas a fomentar la calidad entendida de forma puramente burocrática; el golpe asestado a las humanidades (supresión del Bachillerato de Artes Escénicas, Música y Danza, eliminación de carga lectiva a asignaturas como Música, Historia del Arte o Cultura Clásica y marginación del Latín o el Griego, lo cual evidencia que, para nuestros gobernantes, las humanidades no son rentables desde el punto de vista político y económico, y sobre todo, que quienes tanto hablan de educación en valores, se están refiriendo a unos valores muy concretos: los que supongan un aumento de la productividad y un crecimiento económico).

En definitiva, si leyes anteriores eliminaban los niveles de exigencia, reduciendo, casi jibarizando los contenidos, esta nueva ley parece querer hacer lo propio con aquellos contenidos que no garanticen un futuro beneficio económico: pasamos del igualitarismo a la empleabilidad, de la pedagogía new-age a la pedagogía demoscópica. Una cosa está clara: la educación pública no puede basarse en objetivos estadísticos (disminución del fracaso escolar o de la tasa de abandono, es decir, elevación del puesto que ocupa España en los informes internacionales) ni económicos. La finalidad de la educación pública no es la reducción de la prima de riesgo, el descenso del paro o la salida a la crisis. Ni es responsable de ellos, ni puede ni debe ser la solución.

No hay comentarios:

Publicar un comentario