Los españoles somos afortunados con
nuestro presidente. El señor Rajoy es un hombre al que no le tiembla el pulso.
En cuanto detecta una irregularidad, la ataja de un manotazo. Lamentablemente,
le fallan la vista y el oído. No oye nada, no ve nada, es como un eunuco de la
Sublime Puerta. Ni siquiera ahora que alguien ha descorrido el cerrojo de la
cloaca que tiene bajo sus pies se entera de nada. “Como me entere os las vais a
ver conmigo” —ha dicho con la convicción de quien cree que los establos de
Augias podrían limpiarse con un plumero.
La especialidad de don Mariano son
los recortes. Es un terreno donde se desenvuelve de maravilla. No es un barbero
fino - ¿a quién se le ocurre subir los impuestos y amnistiar a los
defraudadores, establecer tasas judiciales e indultar a los condenados,
comandar la nave del Estado y privatizar su gestión?-, pero hay que reconocer
que se está haciendo más célebre que Fígaro. Sólo en un año ha logrado que
olvidemos el estilo maripuri del gobierno anterior y nos hayamos acostumbrado a
la variante opa hostil con la que ahora se trasquilan la mayor parte de los
problemas.
Rajoy prometió al principio de su
mandato hacer gran política, contar con la realidad. La realidad, sin embargo,
no le deja. Se obstina en obligarle a actuar como un contable. Su única
posibilidad de demostrar sus condiciones de gran líder es la reforma de la
educación. “Llevamos treinta años con el sistema educativo de la izquierda y no
funciona”, ha dicho. El gobierno, ansioso por solucionar el problema, ha
presentado ya dos anteproyectos distintos en cuatro meses. Parece que no tiene
una idea demasiada clara de lo que pretende. A la derecha española siempre le
pasa esto: duda entre el liberalismo y la reacción. Si se trata de privatizar
los servicios públicos son más amigos de la libertad que nadie (la modalidad
socialista de la privatización, el traspaso a empresas públicas creadas ad hoc
para sortear el control político, les parece aberrantemente totalitaria), pero
si se trata de educación la temen como una vara verde y al final acaban mirando
al pasado. “¿Recordáis el viejo bachillerato? ¡Aquello sí que era saber!”
Naturalmente ese pasado épico, todo corrección ortográfica, sólo es maravilloso
en la memoria de los viejos colegiales maristas, una leyenda equivalente al
futuro sin fracaso que se postula en los talleres de masturbación.
No es un secreto que la izquierda
española tiene un concepto quimérico, pedagógico, de la educación. No ve ésta
en función de la realidad, sino de un ideal, y como no admite el fracaso,
tampoco lo reconoce. Fruto de ello es un sistema calamitoso. Los pedagogos, que
son quienes han fijado su rumbo, no entienden por qué las cosas no van y culpan
a los profesores. Pero no existe animal más dócil que un profesor. Es el
callado galeote amarrado al duro banco que canta y rema hasta cuando lo azotan.
¿Qué ha sucedido entonces? Algo muy similar a lo que le ocurrió a aquel
explorador polar que avanzó durante horas en dirección Norte y al llegar la
noche se percató de que se encontraba mucho más al Sur: ¡había corrido sobre un
témpano que la corriente arrastraba en dirección contraria! El témpano es la
realidad, esa cosa opaca, contradictoria, reluctante a los ideales, con la que
no cuentan los pedagogos, una gente que protesta por los recortes en
investigación y desarrollo y, a la vez, defiende un modelo incapaz de ofrecer
el nivel de preparación que exigen las tareas científicas.
Pero: ¿y la derecha?, ¿cuál es la
idea de la educación que tiene la derecha española? Yo se lo voy a decir.
Ninguna. Hablan de excelencia, de disciplina, de rigor, de autoridad, pero todo
esto son arias de opereta. El tipo de hombre en que están pensando cuando
entonan su canción dista tanto de la excelencia como el del pedagogo. Su modelo
es el registrador de la propiedad, el odontólogo, el ingeniero de caminos, eso
que las suegras de antes llamaban un “partido”. La profesionalidad está bien,
pero la educación no puede limitarse a eso. Confundir educación con titulación
es olvidar la esencia formativa del conocimiento. Los populares, con esa visión
suya de suboficial de notarías, dan la impresión de pensar que la formación, en
un sentido elevado, es poco práctica, un estorbo. A ellos nunca les ha hecho
falta. Por eso, cada vez que reforman el sistema educativo, hacen lo que habría
hecho cualquier cura del tiempo de los espadones: acorazar la religión y
reducir a la insignificancia la filosofía y la ética. El resto —las horas de
lengua española, las reválidas, las cuotas regionales, los deberes y deberes de
los profesores, las enseñanzas privadas- son problemas asociados a la organización
y el negocio de la educación, no a la educación.
España se debate desde hace treinta
años entre el idealismo patético de la pedagogía y el pragmatismo corto de
luces de los conservadores. Ni los primeros son capaces de advertir la
necesidad de que la educación proporcione conocimiento real —el aprender a
aprender parece conducir inevitablemente al no aprender nada-, ni los segundos
entienden que una formación a la altura de los tiempos no puede consistir en la
ingestión vacuna de los saberes establecidos. Sin cierta profundidad que
facilite la posibilidad de escapar de la formación recibida, el saber no es
saber. Se trata de comprender, desde luego, aunque si no se puede comprender
hay que memorizar: ya llegará el día que se comprenda. El tiempo que se pierde
tratando de ajustar el conocimiento a la comprensión es demasiado valioso para
malversarlo. Desafortunadamente, como nadie ha conseguido hasta ahora que unos
y otros vayan más allá de sus posiciones de partida/o, las reformas han quedado
reducidas a un quitar y poner asignaturas, generalmente de humanidades y, sobre
todo, de dar más o menos relevancia a la filosofía, la única disciplina que
puede ofrecer instrumentos al alumno para desarrollar una visión crítica de la
realidad social y espiritual.
Esto es lo que va a hacer también
ahora nuestro gobierno. Los populares han decidido apartar de nuevo a los
jóvenes de la Historia de la Filosofía, que queda relegada al limbo de las
optativas, como la religión. Los futuros bachilleres podrán superar reválidas
en nombre de la excelencia sin saber nada de las ideas que inspiran nuestra
civilización. “Que no quieren saber nada de San Juan Nepomuceno y Santa
Filomena, pues entonces tampoco van a saber nada de Aristóteles o de Kant”. A
mí el asunto me parece grave. No digo que desconocer la historia de las ideas
vaya a convertir a nuestros jóvenes en europeos de segunda (no lo digo, aunque
cuando me entero de que a nuestros políticos los relegan de los órganos de
decisión, empiezo a creerlo), pero si en algún momento de sus existencias
necesitan esa cosa tan humana de una visión global, una comprensión de conjunto
de la realidad y del saber, algo que trascienda los prejuicios vigentes, sean
estos cuales sean, de izquierdas o derechas, sospecho que terminarán haciendo
lo que siempre han hecho los pobres españoles: acudir al dogmatismo, religioso
o ideológico, y darse de bastonazos.
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