martes, 29 de enero de 2013

La reforma de la educación (o lo que sea). José María Herrera.


Los españoles somos afortunados con nuestro presidente. El señor Rajoy es un hombre al que no le tiembla el pulso. En cuanto detecta una irregularidad, la ataja de un manotazo. Lamentablemente, le fallan la vista y el oído. No oye nada, no ve nada, es como un eunuco de la Sublime Puerta. Ni siquiera ahora que alguien ha descorrido el cerrojo de la cloaca que tiene bajo sus pies se entera de nada. “Como me entere os las vais a ver conmigo” —ha dicho con la convicción de quien cree que los establos de Augias podrían limpiarse con un plumero.

 La especialidad de don Mariano son los recortes. Es un terreno donde se desenvuelve de maravilla. No es un barbero fino - ¿a quién se le ocurre subir los impuestos y amnistiar a los defraudadores, establecer tasas judiciales e indultar a los condenados, comandar la nave del Estado y privatizar su gestión?-, pero hay que reconocer que se está haciendo más célebre que Fígaro. Sólo en un año ha logrado que olvidemos el estilo maripuri del gobierno anterior y nos hayamos acostumbrado a la variante opa hostil con la que ahora se trasquilan la mayor parte de los problemas.

 Rajoy prometió al principio de su mandato hacer gran política, contar con la realidad. La realidad, sin embargo, no le deja. Se obstina en obligarle a actuar como un contable. Su única posibilidad de demostrar sus condiciones de gran líder es la reforma de la educación. “Llevamos treinta años con el sistema educativo de la izquierda y no funciona”, ha dicho. El gobierno, ansioso por solucionar el problema, ha presentado ya dos anteproyectos distintos en cuatro meses. Parece que no tiene una idea demasiada clara de lo que pretende. A la derecha española siempre le pasa esto: duda entre el liberalismo y la reacción. Si se trata de privatizar los servicios públicos son más amigos de la libertad que nadie (la modalidad socialista de la privatización, el traspaso a empresas públicas creadas ad hoc para sortear el control político, les parece aberrantemente totalitaria), pero si se trata de educación la temen como una vara verde y al final acaban mirando al pasado. “¿Recordáis el viejo bachillerato? ¡Aquello sí que era saber!” Naturalmente ese pasado épico, todo corrección ortográfica, sólo es maravilloso en la memoria de los viejos colegiales maristas, una leyenda equivalente al futuro sin fracaso que se postula en los talleres de masturbación.

 No es un secreto que la izquierda española tiene un concepto quimérico, pedagógico, de la educación. No ve ésta en función de la realidad, sino de un ideal, y como no admite el fracaso, tampoco lo reconoce. Fruto de ello es un sistema calamitoso. Los pedagogos, que son quienes han fijado su rumbo, no entienden por qué las cosas no van y culpan a los profesores. Pero no existe animal más dócil que un profesor. Es el callado galeote amarrado al duro banco que canta y rema hasta cuando lo azotan. ¿Qué ha sucedido entonces? Algo muy similar a lo que le ocurrió a aquel explorador polar que avanzó durante horas en dirección Norte y al llegar la noche se percató de que se encontraba mucho más al Sur: ¡había corrido sobre un témpano que la corriente arrastraba en dirección contraria! El témpano es la realidad, esa cosa opaca, contradictoria, reluctante a los ideales, con la que no cuentan los pedagogos, una gente que protesta por los recortes en investigación y desarrollo y, a la vez, defiende un modelo incapaz de ofrecer el nivel de preparación que exigen las tareas científicas.

 Pero: ¿y la derecha?, ¿cuál es la idea de la educación que tiene la derecha española? Yo se lo voy a decir. Ninguna. Hablan de excelencia, de disciplina, de rigor, de autoridad, pero todo esto son arias de opereta. El tipo de hombre en que están pensando cuando entonan su canción dista tanto de la excelencia como el del pedagogo. Su modelo es el registrador de la propiedad, el odontólogo, el ingeniero de caminos, eso que las suegras de antes llamaban un “partido”. La profesionalidad está bien, pero la educación no puede limitarse a eso. Confundir educación con titulación es olvidar la esencia formativa del conocimiento. Los populares, con esa visión suya de suboficial de notarías, dan la impresión de pensar que la formación, en un sentido elevado, es poco práctica, un estorbo. A ellos nunca les ha hecho falta. Por eso, cada vez que reforman el sistema educativo, hacen lo que habría hecho cualquier cura del tiempo de los espadones: acorazar la religión y reducir a la insignificancia la filosofía y la ética. El resto —las horas de lengua española, las reválidas, las cuotas regionales, los deberes y deberes de los profesores, las enseñanzas privadas- son problemas asociados a la organización y el negocio de la educación, no a la educación.

 España se debate desde hace treinta años entre el idealismo patético de la pedagogía y el pragmatismo corto de luces de los conservadores. Ni los primeros son capaces de advertir la necesidad de que la educación proporcione conocimiento real —el aprender a aprender parece conducir inevitablemente al no aprender nada-, ni los segundos entienden que una formación a la altura de los tiempos no puede consistir en la ingestión vacuna de los saberes establecidos. Sin cierta profundidad que facilite la posibilidad de escapar de la formación recibida, el saber no es saber. Se trata de comprender, desde luego, aunque si no se puede comprender hay que memorizar: ya llegará el día que se comprenda. El tiempo que se pierde tratando de ajustar el conocimiento a la comprensión es demasiado valioso para malversarlo. Desafortunadamente, como nadie ha conseguido hasta ahora que unos y otros vayan más allá de sus posiciones de partida/o, las reformas han quedado reducidas a un quitar y poner asignaturas, generalmente de humanidades y, sobre todo, de dar más o menos relevancia a la filosofía, la única disciplina que puede ofrecer instrumentos al alumno para desarrollar una visión crítica de la realidad social y espiritual.

 Esto es lo que va a hacer también ahora nuestro gobierno. Los populares han decidido apartar de nuevo a los jóvenes de la Historia de la Filosofía, que queda relegada al limbo de las optativas, como la religión. Los futuros bachilleres podrán superar reválidas en nombre de la excelencia sin saber nada de las ideas que inspiran nuestra civilización. “Que no quieren saber nada de San Juan Nepomuceno y Santa Filomena, pues entonces tampoco van a saber nada de Aristóteles o de Kant”. A mí el asunto me parece grave. No digo que desconocer la historia de las ideas vaya a convertir a nuestros jóvenes en europeos de segunda (no lo digo, aunque cuando me entero de que a nuestros políticos los relegan de los órganos de decisión, empiezo a creerlo), pero si en algún momento de sus existencias necesitan esa cosa tan humana de una visión global, una comprensión de conjunto de la realidad y del saber, algo que trascienda los prejuicios vigentes, sean estos cuales sean, de izquierdas o derechas, sospecho que terminarán haciendo lo que siempre han hecho los pobres españoles: acudir al dogmatismo, religioso o ideológico, y darse de bastonazos.


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