Cada
vez que un tema relacionado con la enseñanza se pone de actualidad, los
profesores leemos y escuchamos, no sin cierta perplejidad, opiniones,
posicionamientos y argumentaciones que la mayoría de las veces provienen de
personas que no han entrado jamás en un aula. Y es que parece que de educación,
como de fútbol, todo el mundo sabe.
Antes de entrar a valorar la propuesta (adelanto que de forma positiva), debo expresar mi frustración ante el triunfo de lo políticamente correcto frente al sentido común en nuestra profesión. Sin pretender desviarme del tema, creo que muchas de las críticas a esta medida se deben a esta corriente supuestamente progresista en la teoría, pero claramente “carca” en la práctica. Y es que no hay más que atender a la terminología que se viene utilizando en la enseñanza, para mí uno de los agujeros por los que el barco empezó a perder agua; un solo ejemplo: el concepto de “fracaso escolar”, cuyo significado “oficial” es que el alumno “no promociona”, lo que, traducido, significa que suspende y no pasa de curso. Es triste comprobar cómo no se considera un fracaso que un alumno no sepa hacer la “o” con un canuto al terminar el curso (aunque “promocione”), y sí que no pase al siguiente, lo que tendría fácil solución: regálesele el aprobado y “éxito” seguro. Por supuesto que lo preocupante de todo esto no es tanto el vocabulario empleado como el trasfondo, pero es curioso que entre tanta palabreja (comprensividad, adaptación curricular, actividad de enseñanza-aprendizaje, competencias básicas, ejes transversales…) no quepan términos tan “feos” pero tan fáciles de entender y tan necesarios como autoridad, disciplina o esfuerzo, tildados enseguida de reaccionarios y confundidos con despotismo, sumisión y padecimiento. Hace unos días, se podía leer en un editorial de prensa la siguiente frase: “Autoridad y respeto son valores que no se imponen, se conquistan”. Me figuro que nadie piensa que un policía municipal deba “conquistar” su autoridad para que quien se ha saltado tres semáforos en rojo o ha conducido ebrio acepte la sanción que corresponda. Más preocupante es la “conquista del respeto” a la que aludía el editorial. Pregunto: ¿Debo, como profesor, “ganarme” el respeto de mis alumnos o merezco ese respeto por el mero hecho de ser persona antes que profesor? ¿Merecen mis alumnos respeto o puedo insultarles y menospreciarles mientras no “conquisten” ese derecho? ¿Debo ser respetado por mis compañeros o tengo que “conquistar” el derecho a ser respetado? Todas estas preguntas son aplicables al vendedor de prensa, al camarero, al periodista, al electricista o al panadero… ¿Merecen todos y cada uno de ellos respeto o se lo tienen que ganar?
En
este caso, la noticia de moda es la Ley de Autoridad del Profesor anunciada por
la presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre, que otorgará a los
docentes madrileños la condición de autoridad pública, como son ya los jueces o
los inspectores de Salud.
Antes de entrar a valorar la propuesta (adelanto que de forma positiva), debo expresar mi frustración ante el triunfo de lo políticamente correcto frente al sentido común en nuestra profesión. Sin pretender desviarme del tema, creo que muchas de las críticas a esta medida se deben a esta corriente supuestamente progresista en la teoría, pero claramente “carca” en la práctica. Y es que no hay más que atender a la terminología que se viene utilizando en la enseñanza, para mí uno de los agujeros por los que el barco empezó a perder agua; un solo ejemplo: el concepto de “fracaso escolar”, cuyo significado “oficial” es que el alumno “no promociona”, lo que, traducido, significa que suspende y no pasa de curso. Es triste comprobar cómo no se considera un fracaso que un alumno no sepa hacer la “o” con un canuto al terminar el curso (aunque “promocione”), y sí que no pase al siguiente, lo que tendría fácil solución: regálesele el aprobado y “éxito” seguro. Por supuesto que lo preocupante de todo esto no es tanto el vocabulario empleado como el trasfondo, pero es curioso que entre tanta palabreja (comprensividad, adaptación curricular, actividad de enseñanza-aprendizaje, competencias básicas, ejes transversales…) no quepan términos tan “feos” pero tan fáciles de entender y tan necesarios como autoridad, disciplina o esfuerzo, tildados enseguida de reaccionarios y confundidos con despotismo, sumisión y padecimiento. Hace unos días, se podía leer en un editorial de prensa la siguiente frase: “Autoridad y respeto son valores que no se imponen, se conquistan”. Me figuro que nadie piensa que un policía municipal deba “conquistar” su autoridad para que quien se ha saltado tres semáforos en rojo o ha conducido ebrio acepte la sanción que corresponda. Más preocupante es la “conquista del respeto” a la que aludía el editorial. Pregunto: ¿Debo, como profesor, “ganarme” el respeto de mis alumnos o merezco ese respeto por el mero hecho de ser persona antes que profesor? ¿Merecen mis alumnos respeto o puedo insultarles y menospreciarles mientras no “conquisten” ese derecho? ¿Debo ser respetado por mis compañeros o tengo que “conquistar” el derecho a ser respetado? Todas estas preguntas son aplicables al vendedor de prensa, al camarero, al periodista, al electricista o al panadero… ¿Merecen todos y cada uno de ellos respeto o se lo tienen que ganar?
Volviendo
al asunto central, en relación con la autoridad deberíamos distinguir entre
dos ideas que ya diferenciaban griegos y romanos: auctoritas y potestas. La
potestas es el poder que se le concede a alguien para un cometido concreto y
que éste debe ejercer (premiando y sancionando cuando sea necesario); la
auctoritas es algo más complejo: puede (o no) incluir poder y no tiene per se
capacidad de sancionar o premiar; es concedida por los demás libremente, en
función de la necesidad y de considerar que esa es la persona adecuada. Parece,
entonces, que el debate sería el siguiente: en la sociedad actual, ¿le basta al
profesor con la “auctoritas” del Derecho Romano (es decir, autoridad moral y
reconocimiento social) o se le debe dotar también de “potestas” (la facultad
legal para hacer cumplir lo mandado). Dicho de otra forma: ¿existe ese
reconocimiento social hacia el docente, esa auctoritas, o se necesita una ley
que refuerce esa consideración, esto es, una “potestas”?
Está
claro que esta medida por sí sola no basta para solucionar los graves problemas
de la enseñanza pero sí puede ser un primer paso en la buena dirección. Desde
mi punto de vista, para que los docentes podamos desempeñar nuestro
trabajo, de enorme relevancia social, necesitamos una auctoritas en tanto que
respaldo moral y social (fomentado también en los propios alumnos desde
sus hogares) y también una potestas, entendida no como herramienta de
represión, como algunos quieren ver, sino como fórmula para exigir (digo bien,
exigir) el respeto a quien tiene la autoridad y la responsabilidad de enseñar.
Octubre de 2009.
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