He pensado desde hace muchos años, y lo he escrito de vez en cuando, que España vivía en un estado de irrealidad parcial, incluso de delirio, sobre todo en la esfera pública, pero no solo en ella. Un delirio inducido por la clase política, alimentado por los medios, consentido por la ciudadanía, que aceptaba sin mucha dificultad la irrelevancia a cambio del halago, casi siempre de tipo identitario o festivo, o una mezcla de los dos. La broma empezó en los ochenta, cuando de la noche a la mañana nos hicimos modernos y amnésicos y el gobierno nos decía que España estaba de moda en el mundo, y Tierno Galván-¡Tierno Galván!- empezó la demagogia del político campechano y majete proclamando en las fiestas de San Isidro de Madrid aquello de “¡ El que no esté colocao que se coloque, y al loro!” Tierno Galván, que miró sonriente para otro lado, siendo alcalde, cuando un concejal le trajo pruebas de los primeros indicios de la infección que no ha dejado de agravarse con los años, la corrupción municipal que volvía cómplices a empresarios y a políticos.
Por
un azar de la vida me encontré en la Expo de Sevilla en 1992 la noche de su
clausura: en una terraza de no sé qué pabellón, entre una multitud de políticos
y prebostes de diversa índole que comían gratis jamón de pata negra mientras
estallaban en el horizonte los fuegos artificiales de la clausura. Era un
símbolo tan demasiado evidente que ni siquiera servía para hacer literatura.
Era la época de los grandes acontecimientos y no de los pequeños logros
diarios, del despliegue obsceno de lujo y no de administración austera y
rigurosa, de entusiasmo obligatorio. Llevar la contraria te convertía en algo
peor que un reaccionario: en un malasombra. En esos años yo escribía una
columna semanal en El País de Andalucía, cuando lo dirigía mi querida Soledad
Gallego, a quien tuve la alegría grande de encontrar en Buenos Aires la semana
pasada. Escribía denunciando el folklorismo obligatorio, el narcisismo de la
identidad, el abandono de la enseñanza pública, el disparate de un televisión
pagada con el dinero de todos en la que aparecían con frecuencia adivinos y
brujas, la manía de los grandes gestos, las inauguraciones, las
conmemoraciones, el despilfarro en lo superfluo y la mezquindad en lo
necesario. Recuerdo un artículo en el que ironizaba sobre un curso de espíritu
rociero para maestros que organizó ese año la Junta de Andalucía: hubo quien
escribió al periódico llamándome traidor a mi tierra; hubo una carta colectiva
de no sé cuantos ofendidos por mi artículo, entre ellos, por cierto, un obispo.
Recuerdo un concejal que me acusaba de “criminalizar a los jóvenes” por sugerir
que tal vez el fomento del alcoholismo colectivo no debiera estar entre las
prioridades de una institución pública, después de una fiesta de la Cruz en
Granada que duró más de una semana y que dejó media ciudad anegada en basuras.
El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la satisfacción del hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de la época de la Contrarreforma, cuando lo importante en la España inquisitorial consistía en mostrar que se era algo, a machamartillo, sin mezcla, sin sombra de duda; mostrar, sobre todo, que no se era: que no se era judío, o morisco, o hereje. Que esa obcecación en la pureza de sangre convertida en identidad colectiva haya sido la base de una gran parte de los discursos políticos ha sido para mí una de las grandes sorpresas de la democracia en España. Ser andaluz, ser vasco, ser canario, ser de donde sea, ser lo que sea, de nacimiento, para siempre, sin fisuras: ser de izquierdas, ser de derechas, ser católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de la Macarena, ser machote, ser joven. La omnipresencia del ser cortocircuita de antemano cualquier debate: me critican no porque soy corrupto, sino porque soy valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque tengas argumentos, sino porque eres de izquierdas, o porque eres de derechas, o porque eres de fuera; quien denuncia el maltrato de un animal en una fiesta bárbara está ofendiendo a los extremeños, o a los de Zamora, o de donde sea; si te parece mal que el gobierno de Galicia gaste no sé cuántos miles de millones de euros en un edificio faraónico es que eres un rojo; si te escandalizas de que España gaste más de 20 millones de euros en la célebre cúpula de Barceló en Ginebra es que eres de derechas, o que estás en contra del arte moderno; si te alarman los informes reiterados sobre el fracaso escolar en España es que tiene nostalgia de la educación franquista.
He
visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los colores
tirar cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva York en presuntos
viajes promocionales que solo tienen eco en los informativos de sus comarcas,
municipios o comunidades respectivas, ya que en el séquito suelen o solían
venir periodistas, jefes de prensa, hasta sindicalistas. Los he visto alquilar
uno de los salones más caros del Waldorf Astoria para “presentar” un premio de
poesía. Presentar no se sabe a quién, porque entre el público solo estaban
ellos, sus familiares más próximos y unos cuantos españoles de los que viven
aquí. Cuando era director del Cervantes el jefe de protocolo de un jerarca autonómico
me llamó para exigirme que saliera a recibir a su señoría a la puerta del
edificio cuando él llegara en el coche oficial. Preferí esperarlo en el patio,
que se estaba más fresco. Entró rodeado por un séquito que atascaba los
pasillos del centro y cuando yo empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse
a hablar por el móvil y dejarnos a todos, al séquito y a mí, esperando durante
varios minutos. “Era Plácido”, dijo, “que viene a sumarse a nuestro proyecto”.
El proyecto en cuestión calculo que tardará un siglo en terminar de pagarse.
Lo
que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un economista,
era cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Y me
preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta
indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo. Por eso creo que el despertar
forzoso al que parece que al fin estamos llegando ha de tener una parte de
rebeldía práctica y otra de autocrítica. Rebeldía práctica para ponernos de
acuerdo en hacer juntos un cierto número de cosas y no solo para enfatizar lo
que ya somos, o lo que nos han dicho o imaginamos que somos: que haya listas
abiertas y limitación de mandatos, que la administración sea austera,
profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo para salvar lo
imprescindible en los tiempos que vienen, que se debata con claridad el modelo
educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser viable y
para ser justo, que las mejoras graduales y en profundidad surgidas del consenso
democrático estén siempre por encima de los gestos enfáticos, de los
centenarios y los monumentos firmados por vedettes internacionales de la
arquitectura.
Y
autocrítica, insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar sobre lo
que cada uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace con el empeño con
que debiera: el profesor enseñar, el estudiante estudiar haciéndose responsable
del privilegio que es la educación pública, el tan solo un poco enfermo no
presentarse en urgencias, el periodista comprobando un dato o un nombre por
segunda vez antes de escribirlos, el padre o la madre responsabilizándose de
los buenos modales de su hijo, cada uno a lo suyo, en lo suyo, por fin
ciudadanos y adultos, no adolescentes perpetuos, entre el letargo y la queja,
miembros de una comunidad política sólida y abierta y no de una tribu
ancestral: ciudadanos justos y benéficos, como decía tan cándidamente, tan
conmovedoramente, la Constitución de 1812, trabajadores de todas clases, como
decía la de 1931.
Lo
más raro es que el espejismo haya durado tanto.
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