Últimamente se están sucediendo manifestaciones públicas de los
claustros, marchas por la enseñanza pública, camisetas verdes y negras, cartas
al director, pegatinas reivindicativas... Todo esto me lleva a la consideración
de que los recortes, de alguna manera, han tenido un efecto positivo, después
de todo, al haber despertado de su letargo a muchos docentes instalados en el
"Virgencita, virgencita, que me quede como estoy".
Que los recortes perjudicarán la calidad de los servicios públicos es una realidad tan incontestable que ni siquiera la obcecación de nuestros políticos por negar la evidencia y el escaso respeto que muestran hacia la inteligencia de los ciudadanos pueden ponerla en cuestión. Que aumentar el número de alumnos por aula o las horas lectivas no son medidas positivas es una certeza que no resiste la más mínima controversia. Que las rebajas salariales suponen un desprecio a la labor docente y un deterioro de las condiciones laborales tampoco necesita mayor explicación.
Ahora bien, una lectura optimista de la situación indica que este ambiente generalizado de rechazo a los recortes y apoyo a la enseñanza pública revela que los profesores han decidido tomar la palabra y liderar una rebelión más que necesaria y que debería, en mi opinión, extenderse a otros ámbitos mucho más profundos que el meramente económico. Porque, si lo que queremos es estar orgullosos de nuestra educación pública, no podemos conformarnos con que se invierta, sino que debemos exigir que se invierta bien y donde sea necesario. Pero también debemos reclamar que aquello que no funciona se modifique: que no se impida a un alumno que se esfuerza llegar más lejos que quien no lo hace, que no se engañe a nadie dándole un título sin merecerlo, que no se admita que quienes no quieren estudiar perjudiquen a los que sí tienen interés y, en definitiva, que no se defienda un sistema desde una postura acrílica y confortable sino desde el análisis profundo de sus defectos y desde el convencimiento de que solo de esta forma podremos llegar a defender con argumentos de peso que nuestros dirigentes no tienen ningún derecho a tocar un pilar básico de nuestra sociedad como es la enseñanza pública.
Que los recortes perjudicarán la calidad de los servicios públicos es una realidad tan incontestable que ni siquiera la obcecación de nuestros políticos por negar la evidencia y el escaso respeto que muestran hacia la inteligencia de los ciudadanos pueden ponerla en cuestión. Que aumentar el número de alumnos por aula o las horas lectivas no son medidas positivas es una certeza que no resiste la más mínima controversia. Que las rebajas salariales suponen un desprecio a la labor docente y un deterioro de las condiciones laborales tampoco necesita mayor explicación.
Ahora bien, una lectura optimista de la situación indica que este ambiente generalizado de rechazo a los recortes y apoyo a la enseñanza pública revela que los profesores han decidido tomar la palabra y liderar una rebelión más que necesaria y que debería, en mi opinión, extenderse a otros ámbitos mucho más profundos que el meramente económico. Porque, si lo que queremos es estar orgullosos de nuestra educación pública, no podemos conformarnos con que se invierta, sino que debemos exigir que se invierta bien y donde sea necesario. Pero también debemos reclamar que aquello que no funciona se modifique: que no se impida a un alumno que se esfuerza llegar más lejos que quien no lo hace, que no se engañe a nadie dándole un título sin merecerlo, que no se admita que quienes no quieren estudiar perjudiquen a los que sí tienen interés y, en definitiva, que no se defienda un sistema desde una postura acrílica y confortable sino desde el análisis profundo de sus defectos y desde el convencimiento de que solo de esta forma podremos llegar a defender con argumentos de peso que nuestros dirigentes no tienen ningún derecho a tocar un pilar básico de nuestra sociedad como es la enseñanza pública.
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