Ayer por la
tarde, en la fantástica Librería Cálamo de la Plaza San Francisco, presentamos
Contra la nueva educación. Aunque no soy yo muy de sentimentalismos identitarios (vaya palabra fea esta), la
verdad es que fue bonito hablar del libro en mi ciudad de origen y ver de paso
a amigos y familiares a los que veo menos de lo que debería. De paso tuve el
inmenso placer de saludar personalmente a dos eruditos (perdonen mi
atrevimiento al escoger este término tan elitista) como Luis Antonio González
Marín (que preludió de forma espléndida el evento) y José Vicente González
Valle (una eminencia musicológica), además de a Charo, Teodora, Vicente, Conchita y demás colegas disidentes.
Dejo aquí escrito
algo similar a lo que traté de exponer ayer añadiendo algunas reflexiones
posteriores.
En el
prólogo a Contra la nueva educación, Antonio Muñoz Molina escribía en
referencia a nuestro oficio de músico lo siguiente:
Su condición
de profesor le permite ver en la realidad de cada día lo que no saben ni
quieren ver los que legislan o pontifican sobre educación con el mismo rigor
que aquellos médicos escolásticos que seguían divagando sobre los cuatro
humores mucho después de que se hubiera demostrado la circulación de la sangre.
Pero yo creo que es su oficio de músico lo que le ayuda a precisar con claridad
máxima la realidad de los procesos del aprendizaje, frente a las fantasías
halagadoras y lúdicas y celebradoras de lo creativo de los promotores risueños
del analfabetismo en cuyas manos estamos. La música da mucho, una vez que se la
conoce, al que la escucha y más aún al que sabe tocarla. Pero esos dones de la
música no son inmediatos, ni están abiertos por igual a todo el mundo, ni
pueden adquirirse sin un repertorio de actitudes y de conocimientos que para
los pedagogos son tan escandalosos como la teoría heliocéntrica de Copérnico
para los prelados de la Santa Iglesia católica: el dominio de la música
requiere esfuerzo, paciencia, repetición, memoria, humildad. Y además no puede
conseguirse sin la ayuda de un profesor. Y un profesor además que transmita
sólidos conocimientos, muchos de ellos tan antiguos que se remontan a la Grecia
arcaica. La célebre creatividad, en sí misma, no es nada: para crear al piano
hace falta primero haber estudiado muchos años de piano.
Me hace mucha ilusión que sea un músico (y de
la categoría de Luis Antonio) quien presente un libro escrito por otro músico.
Porque eso es lo que soy. Ya sé que decir estas cosas molesta, irrita y hasta ofende
a determinados sectores de la Pedagogía oficial, a esos que tanto insisten en
la necesidad de que los profesores seamos vocacionales, como si la vocación
fuera determinante para el ejercicio de la docencia, como si la vocación
pudiera suplir lo que sí es primordial en un maestro: el dominio de la materia
que ha de impartir y su pasión por la misma. Y como yo no soy de los que
consideran que el contenido es lo de menos, que lo que debemos hacer es educar
en abstracto, que lo fundamental es el cómo y no el qué, como me considero un
músico vocacional desde que tengo uso de razón, un músico que toca música,
escucha música, estudia música y enseña música, un músico que ama la música y
que ha decidido destinar una buena parte de su actividad profesional a intentar
transmitir su conocimiento de la música como profesor de instituto y que se
siente firmemente comprometido con la escuela pública e identificado con la
función social de la enseñanza, por todo esto, que sea un músico al que admiro
el que haya iniciado esta presentación, me parece de lo más oportuno y
coherente.
Debo
reiterar también mi agradecimiento a Plataforma Editorial por apostar por un
texto incómodo, pedagógicamente incorrecto y, tal y como están las cosas,
prácticamente subversivo. Sí, hablar en estos momentos de conocimiento,
autoridad intelectual, disciplina, mérito o constancia resulta mucho más
provocador que hablar de felicidad, equidad, zona de confort, empatía y
espontaneidad.
Como decía, desde niño he querido ser músico.
Comencé, muy pequeño, tocando la armónica y poco después entré en el conservatorio,
donde mi maestra Ana Valet me dio las primeras lecciones de guitarra (en
este enlace, una clase sobre un estudio de Fortea que aprendí con Ana hace "unos
pocos años"). Durante años estuve volcado en el instrumento, los
concursos, los conciertos... encontré en la investigación una actividad
emocionante de la que he continuado disfrutando y también me di cuenta de que
no puede uno dejar nunca de estudiar, por lo que me matriculé en Historia
y Ciencias de la Música y me hice musicólogo. En la enseñanza pública descubrí una
manera de sentirme implicado y de contribuir en la medida de mis posibilidades
a la mejora de nuestra sociedad. Siempre desde la música y recordando aquella
frase de Manuel de Falla cuando hablaba de la bella utilidad de la
música desde el punto de vista social. Uno puede ser músico de muchas
maneras. Esto es sin duda una ventaja. Y yo no quiero renunciar a ninguna de las
facetas que he ido desarrollando. No tengo ninguna intención de abandonar la
interpretación musical. Mucho menos el estudio. Y estoy seguro de que esto me
hace ser mejor profesor. O por lo menos estoy seguro de que contribuye más al
buen ejercicio de la docencia que trescientos cursillos de didáctica
de la didáctica de la didáctica. Tengo la absoluta seguridad de que
cuanto más sabe el maestro, mejor enseña. ¿De dónde me vienen estas certezas?
Algunos han querido ver en mi postura un "trauma infantil" (no es
broma). Otros me han llamado "mamporrero", "nostálgico" e
incluso "cañí" por criticar la extravagancia pedagógica, el
anti-intelectualismo y el disparate educativo, por defender el conocimiento
como un valor en sí mismo, un valor que hoy día se desprecia, unas veces por
simple ignorancia y otras por el interés de restringir el saber a determinados
grupos privilegiados, hurtándoselo a los más desfavorecidos. Esta batalla que
estoy librando, que no es violenta sino dialéctica y fundamentada en mis propios
principios y convicciones, se centra en la necesidad de situar el conocimiento
en la base de todo sistema educativo que quiera cumplir con su misión
inexcusable de amparar el derecho de todos al ascenso social en lugar de
condenar a los socioculturalmente pobres
a contentarse con la educación emocional, el chapurringlis y las apps,
reservando el auténtico saber para quien pueda acceder a él fuera de la escuela
pública. Esta es la relevancia de la educación pública y este es el drama si no
procura a todos los alumnos los conocimientos que no podrán encontrar por sí
mismos, unos conocimientos que no han de estar dirigidos solo a la inmediata
rentabilidad o a la empleabilidad obsesiva, ni tampoco verse condicionados por
la comodidad, la motivación a priori o el placer narcisista. El valor del
conocimiento reside en que no es accesible a la primera ni de manera rápida, en
que su disfrute no siempre se produce a corto plazo pero termina llegando, en
que se asienta en lo que personas más sabias que nosotros han estudiado,
investigado, descubierto, creado..., en que contribuye a que uno, conforme
aprende, desee aprender cada vez más, en que nos ayuda a ser personas más
abiertas, tolerantes, creativas, independientes y menos manipulables, en que
nos ejercita en la práctica de la virtud, en que nos iguala precisamente porque
no es democrático ni se reparte por igual así como así... si confiáramos en
esto, en el valor intrínseco del conocimiento, no necesitaríamos buscar en la
escuela la fórmula de la felicidad o el espíritu emprendedor porque
entenderíamos que no está reñido tratar de ser dichoso o tener iniciativa con
el aprendizaje de las materias, disciplinas y saberes sistematizados que
constituyen un legado al que por humildad y reconocimiento a quienes nos
antecedieron no deberíamos renunciar y que constituyen lo que Muñoz Molina
denominaba, también en el prólogo del libro, "el auténtico tesoro del
conocimiento humano".
Una última reflexión: además de Ana, asistió ayer a la
presentación del libro Javier De Francisco, quien fuera mi profesor de Lengua y
Literatura en el colegio. Es curioso lo que ocurre cuando uno se hace adulto: se
olvida de los profesores que en su día le parecían más populares y
simpáticos y a quien recuerda con respeto es a aquel que le exigió.
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